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Opinión

“Como odio a ese maldito país” por Rafael Martínez

Como odio a ese maldito país.

Odio la tonta y mediocre afirmación de que es el mejor del mundo. Se basa en absolutamente nada. Que los paisajes, que sus mujeres, que sus riquezas naturales. Ni sus paisajes se comparan a las montañas asiáticas ni sus mujeres a las bellezas nórdicas, pero riqueza, su petróleo, como odio ese maldito excremento que solo trajo ignorancia y corrupción.

Odio el marketplace del miss. Odio como ese gusano entra en los cerebros de la gente, de las niñas que sueñan con esa pasarela, cual gusano devorando la manzana podrida, en la cabeza de familias enteras que exhiben y exponen a sus princesas ante lo que seguramente es un mercado clandestino de deseos y favores sexuales. La miss es la única que se lleva la corona y el respeto, las demás solo tienen dos opciones: seguir con sus vidas, si es que la tienen, o entrar al mercado de los besos sin amor. Odio al maldito Osmel y su enferma mariconería pseudo fashionista.

Odio perversamente la necesidad en la gente de dar lastima y odio mas la de admirarla. Odio que se pretende siempre dar gracias porque no morimos o no nos mataron: odio que sea normal que en ese miserable lugar te maten. Odio que aplauden al desgraciado porque logró tener un par de zapatos. Odio que amen la lastima y la hayan hecho su enfermo credo social.

Odio a los militares de ese maldito lugar. El aspecto que tienen de malandros, que combina perfectamente con los tonos tierra de sus uniformes. El aire de autoridad que sienten tener en las barriadas donde viven y el viejo y mate aspecto de sus fusiles. Odio la mirada de sus ojos vacíos y la viscosa risa falsa: imagino que son vestigios de sus años en la academia, cuando les tocaba ser la “cantimplora” de la camareta y saciaban la apetencia de otros ojos vacíos arrullados por viscosas risas falsas.

Odio sus malditos aeropuertos, pasarelas de lágrimas que, acompañadas con esfuerzo mnemotécnicos, tratan de grabarse ese rostro, con la certeza de no volverlo a ver jamás y que probablemente con el tiempo se difuminara de la memoria. Odio la burocracia que ahí habita. Las miradas, de rencor de los que ahí trabajan, envidiando al que se va. Odio a los que llevan las maletas, buitres usando corbatas, por primera y última vez en la vida, que acechan a los recién llegados a cambio de una limosna que ellos ven como bien habidos honorarios profesionales. Odio a los militares.

Odio a los influencers, a los de allá. Carpinteros de escenarios de teatro, chantajeando a marcas y comerciantes, evadiendo impuestos y vidas, vidas que para nada se embellecen con filtros ni brillan en HD, son vidas UHF. Odio a sus masas, a su sequito, que sin dudarlo entregan la razón por el hashtag y cual sabueso salvaje ataca a quien se le diga. Odio el intercambio de likes. Odio de ellos sus tetas, sus culos, sus paquetes, sus abdómenes; sus deliciosos cuerpos que empujan a más de uno a sacar la tarjeta de crédito o a mendigar packs en grupos de Telegram. Odio más a las mujeres y hombres que provocan, pero no se venden. Odio que quiera que algo malo les pase y tengan la necesidad de venderse.

Odio a los activistas y sus causas. A los que defienden los derechos humanos con ferviente espíritu socialista. A los que defienden los derechos de la mujer con el afán de un nacional socialista. A los que defienden los trastornos mentales con la deficiencia mental de un demócrata. Odio que el hombre ataque con sus manos, sus miradas y sus acciones a la hermosa flor que es la mujer; odio que la mujer ataque con sus prejuicios, desconfianza y sus acciones a la hermosa flor que también es el hombre. Odio que se haya olvidado que no toda mujer es puta y que no todo hombre es violador. Odio que los hombres se hayan olvidado del compromiso hacia el amor a la mujer, a los hijos. Odio que la mujer, porque puede, porque quiere, porque es su derecho, sea ahora una impune asesina a voluntad. Odio que uno mate a su familia mientras duermen y que la otra la mate mientras crece.

Odio su estúpida viveza. Todos los días, todo el día viendo a quien joder, a quien quitarle dinero, a quien embaucar. No, tus cosas no valen más porque tú quieras, no, tu carro no vale más que uno nuevo, no, el libre mercado no funciona ni puta cerca de la manera que tu piensas. Esa viveza, culpable de al menos el 50% de lo que pasa hoy. Se alimento de cupos, de carpetas, de bonos. Emigro, y ahora se alimenta de iglesias, ONG, formas migratorias, caridades, fondos federales y cualquier otra cosa que ayude pagar la cuota del Toyota y del iPhone. Malditos.

Odio su conformismo, el pensar que se podría estar mejor. Pensar que al menos se tiene algo. Por eso ese maldito país nunca mejorara, ¿Cómo puede cambiar algo cuando la gente piensa que todo está bien? El optimismo es estúpido, infértil, es lastima auto infligida. Es la herramienta del mediocre, el que está bien con que salió de esa manera y agradece que no salió de otra.

Se que Dios odia a ese país también, sus perversiones, su destrucción, su falta de comunión, sus colores pasteles como episodio de bajo presupuesto, con luces de concreto, con olor a mierda de caballo, con putas, maricos, pedófilos, travestis, y heterosexuales, con wannabes de gringos, con comunistas, con opositores, con traidores, con asesinos, con hipócritas, con artistas, con Roque Valero y sin Simón Diaz, sin con los que nos mataron, con tiendas de ropa barata, con envidias, con nada de garbo, con periqueros borrachos, con borrachos llorones, con llorones maricones, con el llano, horrible llano, horrible música llanera, horrible zoofilia, con beisbolistas ordinarios, con malas personas (como yo), con inadaptados (como yo), con escritores mediocres (como yo), con memorias de la infancia, con las primeras veces, con los muertos que enterramos, con los besos que nos ganamos, con los amigos que nos olvidaron, con aquellos que ya no recordamos, con los amaneceres en la playa, con los whiskeys en la noche, con los libros en la colonia, con la parrilla en la casa, con el beso de mamá en la mejilla, con la mirada que nos atrapa, con el sexo que nos controla, con la comida que nos llama, con el calipso que nos intriga, con el Henri Pittier que no es esa cagada del Ávila, con los diablos que bailan y las putas que cantan, con el mar del Peñón, con la cama de la infancia.

Como odio a ese maldito país, ojalá Dios algún día me permita regresar.

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