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Conozca el drama de las migrantes venezolanas perseguidas por redes de trata y explotación sexual en Colombia

Son captadas con engaños y luego explotadas en un mundo del que difícilmente lograrán escapar si no tienen una familia que las pueda ayudar

Julio 3, 2022

El día que Carmen salió de su casa tomó una ruta desconocida, un camino que no esperaba hacer y que la llevaría a afrontar el más grande desafío de su vida. La incertidumbre no le dejaba pensar claramente y una idea recurrente se reflejaba en forma de penetrante punzada en su estómago. 

Sudaba frío y sentía que estaba fuera de su cuerpo, como flotando, como dormida. Por más que internamente sacudía los pensamientos y trataba de convencerse de que sólo eran exageraciones suyas, no lograba espantar las múltiples hipótesis oscuras que su mente tejía sobre lo que podía estar pasando al otro lado, al cruzar la frontera.

De Guárico llegó a Táchira en autobús, una verdadera hazaña en un país sin efectivo, con un parque de transporte público casi totalmente inoperante y con racionamiento de gasolina.

 Por primera vez en su más de 45 años pisó el poblado fronterizo de San Antonio. Entre su incertidumbre, el asedio de los “promotores de viaje” y los gritos de los vendedores informales de agua, medicinas y servicio de carretillas, no tuvo la oportunidad de contemplar las verdes montañas de la zona andina, el último paisaje que vería de su tierra.

Pasó por una taquilla para que le pusieran un sello y casi sin darse cuenta un río humano que avanzaba aceleradamente arrastrando maletas, bolsos y paquetes, la empujó por un sofocante trayecto. En pocos minutos se encontraba fuera de Venezuela. 

Recibió un segundo sello en su pasaporte, estaba haciendo las cosas correctamente, como siempre lo prefería. Se abrió paso entre la muchedumbre y tomó un taxi hasta el terminal.  Desde la ventana observaba a los que caminaban en la vía; primero aparecieron decenas avanzando en fila india, luego en la orilla de la carretera había cada vez más pequeños grupos que se sumaban a los millones de venezolanos que ya para ese 2018 habían huido desesperadamente de la hambruna y persecución política que se vivía en tierra.

Aunque ella también estaba saliendo, su situación no había sido tan extrema; lo que ganaba con su trabajo administrativo en un centro odontológico aún le permitía garantizar su alimentación y la de su familia. No era como en otras épocas, no había lujos ni caprichos, todo se había deteriorado, era difícil conseguir productos básicos, pero la familia resistía. 

Detallar a la gente que huía en busca de refugio, protección y una oportunidad de trabajo en otras tierras de América Latina, la distrajo un rato de su problema. Cerró los ojos y pensó aliviada que ella, al menos, no tendría que caminar varios días. Se sentía afortunada por ir en un autobús hasta Bucaramanga, pero en la vida no siempre sucede lo que uno espera.

En 2018 se intensificó la salida de venezolanos. Foto: Human Rights Watch (2018)

En medio de la ruta, la unidad de transporte se detuvo y todos los pasajeros bajaron con sus bolsos, debían pasar un largo tramo del trayecto caminando para evitar ser detenidos por las autoridades que regresaban a la zona de frontera a quienes no llevaban pasaporte sellado.

Carmen, por desconocimiento y temor ante lo que pasaba, bajó de la unidad y se unió a los pasajeros que descendían rápidamente con sus equipajes en mano. Entre tanta gente, de pronto se quedó atrás y después no consiguió el bus a la distancia que le habían prometido. ¡Se habían marchado sin ella!

Un camino empinado

Mientras se mezclaba con el resto de caminantes, sólo pensaba en que el sacrificio era por su niña Julimar, de 18 años y que un año antes, sin que nada la pudiera parar, había dejado Venezuela junto a su novio. Hoy estaba embarazada y, tras mucho ocultar lo que estaba atravesando, había pedido el auxilio de su mamá.

Cuando creía que ya nada más podía pasar, una intensa lluvia frenó con su paso firme y explotaron las emociones retenidas por dos largas semanas. Era inútil tratar de evitarlo, ya no podía dejarse de mojar, no había dónde protegerse del aguacero; tampoco podía cambiar lo que había pasado su hija en manos de una red de trata a la que fue entregada por el novio. 

En ese momento, sin embargo, Carmen no sabía exactamente lo que estaba pasando. Era prácticamente imposible que pudiese pensar que su niña, educada en un colegio de monjas y que nunca había dado mayores dolores de cabeza, hubiese entrado en un mundo del que ella la debía arrancar.

Su cara estaba empapada por sus lágrimas y su ropa completamente emparamada, llena del lodo que fue arrastrado a la vía por el aguacero.

Junto a otros caminantes logró llegar a una estación de servicio. Eran decenas de personas mojadas y sin tener cómo cambiarse. Compró un café para tratar de espantar el frío que le traspasaba hasta los huesos. Exprimió su ropa como pudo e intentó secarse. 

Ya esa noche no iba a poder conseguir otro autobús; le sugirieron pedirle a los gandoleros que la llevaran, pero no gratis, había que pagarles el pasaje.

“Me decían que no podían cargar personas ahí. Al fin, después de rogarle a muchos, dos jóvenes que iban a una feria campesina me hicieron el favor de llevarme y me cobraron un pasaje como si tomara otro bus. Yo estaba tan agradecida”, recuerda

Julimar desconocía que ella estaba en camino. Prefirió ocultarlo para llegarle de sorpresa y así tratar de averiguar de una vez lo que pasaba y dónde estaba viviendo su niña.

Los días en la calle

Al llegar al Parque El Agua, su hija la fue a recibir. Estaba delgada; la barriguita no se le veía y le pidió que se quedaran ahí hablando. Julimar le contó que había peleado con la prima con la que había estado viviendo en Bucaramanga y que esta la había echado a la calle, luego una amiga la había socorrido. No abundaba en detalles, tampoco decía dónde estaba la amiga.

Decenas de venezolanas han tenido que dormir en las plazas de Bucaramanga por no tener un lugar dónde pasar la noche. Foto: Iglesia metodista (2018)

Carmen llevó a su hija a comer. Ya el dinero que llevaba se le estaba acabando, pero nada de eso le importaba, sólo quería saber qué había pasado con el novio y por qué se había regresado de Arauca a Caracas, y luego retornado a Colombia con la prima.

Caminaron por la ciudad. Julimar preguntaba por toda la familia y le decía que debían esperar hasta llegar la noche para poder ir a casa de su amiga. En la tarde le pidió que esperaran sentadas en una plaza y al pasar las horas no pudo más que empezar a hablar con parte de la verdad: “No tengo donde quedarme, he estado durmiendo donde me reciban en las noches o en la calle”. 

Carmen revisó su cartera, no alcanzaba lo que tenían para pagar un hotel.

La dureza del banco del Parque de Los Niños, en el centro de Bucaramanga, no le quitó el sueño a Julimar, quien se recostó en las piernas de su mamá y cayó en un sueño profundo mientras esta le acariciaba el cabello.

Carmen estuvo la noche en vela; caminó de un lado al otro, tratando de entender lo que estaba viviendo y cuidando que los indigentes que deambulaban por la zona, no las fuesen a atacar para robarlas. 

Al amanecer, sabía que ya no sólo era un presentimiento, ahora estaba segura de que Julimar no estaba contando toda la verdad y que era más compleja de lo que podía haber  pensado.

Su hija seguía sin responder a preguntas concretas. No decía ni dónde estaba su ropa ni cuánto tiempo exactamente tenía en esa situación. Carmen sólo se enteró de que tenía problemas dos semanas antes cuando Julimar la llamó para sólo decirle: “mami, ven, te necesito”.

Un familiar desde Chile le envió suficiente dinero para que las siguientes noches la pasaran en un hotel, comieran bien y alquilaran una habitación. Ella nunca le explicó exactamente qué es lo que estaba pasando.

Julimar continuaba con su silencio y sólo hablaba sobre cosas triviales o de recuerdos con sus hermanos y la familia. Poco a poco empezó a sonreír y a ser menos refractaria sobre su vida. Un día mencionó un nombre de una chica, luego de otra, después contó historias que supuestamente le había pasado a otras jovencitas.

Instaladas en una habitación, sólo alcanzaba para comprar unas pocas cosas: comida, los productos básicos de higiene, cobijas y una colchoneta para que Julimar estuviera menos incómoda. Carmen durmió por semanas sobre cartones, pero lo soportaba porque sabía que debía estar ahí para proteger a su niña de lo que ella no terminaba de confesar. 

Cada vez que Carmen llamaba a su esposo, le decía que todo estaba bien, que se encontraban en una habitación en perfectas condiciones y que lo que pasaba era que Julimar se había separado del novio. Ella también mintió, creyó que no tenía otra alternativa. 

Sus otros dos hijos estaban en Venezuela bajo el cuidado de la abuela hasta que ella pudiera regresar. Carmen decía que su viaje se prolongaría sólo unas pocas semanas más.

El momento de la verdad

Trabajó vendiendo desde chucherías hasta comidas durante el día, luego en las tardes-noches en la cocina de un restaurante. No le pagaban ni el 70% del salario mínimo; tampoco tenía ningún beneficio y recibió trató denigrante por ser «veneca», frase que casi llegó a detestar de tanto que se lo repetían.

«Usted aquí no pinta nada, usted es una veneca. Aquí se trabaja, no es como allá, que ustedes lo tenían todo fácil, no pagaban nada y les regalaban todo. Usted verá si se quiere quedar sin el trabajito y que nadie más la contrate, porque usted aquí no tiene papeles», le decían cada vez que la obligaban a trabajar sin paga dos o tres horas más de lo que estaba previsto en su acuerdo laboral.

Se indignaba, porque nada de eso que le decían era verdad. Desde los 16 años trabajó en tiendas, pagaba a tiempo los serrvicios públicos y todo siempre gracias a su trabajo. Jamás recibió nada regalado del Estado. Incluso, tuvo que trabajar para pagar por sus estudios de técnico superior en administración. 

Carmen respiraba profundo y pensaba en todo lo que estaba sobre sus hombros en ese momento. Tenía que soportar, no tenía alternativa: su hija estaba embarazada y dependía compelatamente de ella, había que pagar arriendo, comida, servicios. Además, no le quedaba tiempo ni siquiera para averiguar qué podía hacer para tener la regularidad migratoria. 

Un día Julimar le dijo que se tenían que marchar de Bucaramanga. No le explicaba por qué, sólo que ahí no podían seguir. En ese momento, inevitablemente llegó la verdad: el exnovio la estaba tratando de localizar, pero no para hacerse responsable del bebé que venía en camino, sino porque, a pesar del embarazo, a ella todavía la podían explotar.

Carmen entendió que su hija era una de las miles de niñas y jóvenes venezolanas que llegan a Colombia bajo engaño para explotarlas sexualmente, para hacerlas vivir en esclavitud, para mantenerlas prácticamente secuestradas.

Unas son llevadas a casas donde las explotan como “modelos webcam”, otras son metidas en bares como «coperas;»varias son asignadas a calles y parques, y algunas encerradas en fincas que funcionan como “centros de entretenimiento” para jornaleros de zonas de sembradíos de hojas de coca o de las minas.

La mayoría de ellas tienen en común que han sido engañadas, están en situación de vulnerabilidad económica y familiar y muy difícilmente pueden escapar de ese mundo.

A todas les han pisoteado su dignidad.

Víctimas de la pobreza y la falta de oportunidades

De acuerdo con Alejandra Vera, directiva de la colombiana Corporación Mujer Denuncia y Muévete, desde 2018 hasta este primer semestre de 2022, han atendido a más de 4.000 mujeres, 98% venezolanas, en contexto de explotación sexual. 

Y aunque parece una cifra elevada, es un indicador que, no obstante, se quedaría corto ante lo que sucede con la explotación de féminas en Colombia, país en el que oficialmente no se conoce cuántas hay ni en qué condiciones se encuentran.

Algunos datos revelados por losinvolucrados en dirigir el llamado “negocio” de modelos webcam señalan que han sido captadas más de 70.000 personas. Esta “industria” tiene su epicentro en Cúcuta, frontera con Venezuela, una zona en la que por años ha habido centros de explotación de mujeres, tanto colombianas como venezolanas.

Otras estadísticas obtenidas por el Observatorio de Mujeres y Equidad de Género en 2017, un año antes de que Carmen llegara a Colombia para rescatar a su hija de la explotación sexual, dan cuenta de que en Bogotá había no menos de 7.100 mujeres en situación de prostitución.

Una actualización realizada en 2018 al tema, mostró que 35,7% de las féminas en prostitución en la ciudad eran extranjeras, casi todas de Venezuela. 64,3 eran colombianas. De la totalidad de las mujeres entrevistadas, 15% confesó que comenzaron a ser explotadas mientras eran menores de edad.

92,4% dijo seguir por necesidad económica, aunque lo que obtienen por jornada suele ser entre 25.000 y 50.000 pesos, unos 7 y 12,5 dólares. Para cubrir lo que deben pagarle al proxeneta, deben estar con tres o cinco personas al día.

90,3% preferiría dejar de ser explotadas y tener una vida diferente con otro tipo de actividades.

La falta de dinero que les permita alimentarse y pasar la noche bajo un techo seguro, el no haber tenido una regularidad migratoria, las escasas oportunidades laborales formales o informales, las amenazas y el poco acceso a información sobre sus derechos y la ruta de atención, son sólo algunas de las causas que arrinconaron a muchas de estas chicas migrantes.

“De Venezuela traen a las mujeres engañadas, para que lleguen a acá a territorio de frontera y posiblemente al centro del país y luego a otros países para introducirlas justamente en lo que significa el delito real, que es la explotación en la prostitución”, explica Vera.

Las féminas atendidas en el área metropolitana de Cúcuta por la Corporación Mujer Denuncia y Muévete, representan el 5,6% de las migrantes que se instalaron en el Norte de Santander. 

De ese grupo de mujeres, una parte importante entró en el mundo de la prostitución bajo engaño, siendo menores de edad y continúan porque son coaccionadas o no encuentran los mecanismos ni las herramientas con las que puedan salir.

“No todas cuentan con una familia que las ayude a escapar de esa realidad. Julimar me tuvo a mi, me sacrifiqué por ella, pero había una de las chicas que tratamos de ayudar para que también se saliera y su mamá no colaboraba: cada vez que ella la llamaba a Venezuela  le decía que mandara más y más plata, que los niños se iban a morir de hambre y la insultaba muy feo”, recuerda Carmen, tras precisar que antes de salir de Bucaramanga a Medellín, donde hoy toda la familia ha reconstruido su vida, debió enfrentar a los proxenetas y amenazarlos con denunciarlos si no dejaban en paz a su hija.

Carmen no sabía cómo podía hacer una denuncia en Colombia. Tenía miedo de lo que pudiera pasar, pero su acción permitió que Julimar pudiera salir del horror de ser explotada durante más de un año.

Alejandra Vera explica que hay casos en los que las familias no sólo saben lo que está pasando y lo toleran, sino que además hasta se convierten en sus proxenetas.

“Hemos tenido casos de menores de 15 años a las que sus papás las explotan para pagar el arriendo y la comisaría no hizo nada. Los testimonios de las niñas no fueron suficientes”, lamenta y saca a relucir que hay funcionarios que no están preparados para dar respuesta en estos casos. 

La activista de derechos humanos  profundiza aún más y advierte que el Estado colombiano en ese aspecto sería “negacionista” y habría situaciones en las que es difícil que las autoridades hagan algo, porque los organismos que deben recibirlas, especialmente en el caso de adolescentes, no tendrían capacidad en sus instalaciones y porque muchas de estas chicas aseguran que tienen “esposos”. 

Esas parejas las manipulan o amenazan, exactamente como pasó cuando Julimar llegó al departamento de Arauca con su exnovio, cuando apenas tenía 17 años.

“En Colombia no se reconoce que las mujeres que están en la prostitución, están en riesgo, sino que lo ven como algo que vinieron a hacer, que lo consienten”, se queja Vera.

La abogada sostiene que hay quienes confunden la correlación de los hechos, bien por desconocimiento o porque han sido expuestos al activo “lobby proxeneta”. 

Explica que la trata y la explotación debe ser vista como un matrimonio. Si una ocurre, la otra también.

“Las mujeres que están en la prostitución no es que vayan a ser víctimas de trata, no, ellas ya lo fueron”, sostiene. 

Los números no reflejan la realidad

Entre 2013 y 2020 en Colombia se registraron 686 casos de trata de personas, de los que 82% eran víctimas mujeres, de ese porcentaje 408 fueron víctimas de explotación sexual.

Estos números oficiales también parecieran tímidos frente a dinámicas que se observan en las zonas de mayor riesgo. De acuerdo con el Defensor del Pueblo, Carlos Camargo, este delito va en aumento en Colombia.

Las féminas para las que se activó la ruta de protección recibieron apoyo psicológico y jurídico.

Las regiones donde se registraron casos de venezolanas víctimas de trata:

En un foro realizado en marzo pasado sobre prevención de la trata de personas, Camargo reconoció que las migrantes, por la condición de irregularidad migratoria, son las que están “más expuestas y vulnerables”.

“Hago un llamado a las entidades del Estado para que prevengan, asistan y protejan a las víctimas», dijo el funcionario.

Aunque con el Permiso Temporal de Protección (PPT), los venezolanos regularizaron su situación migratoria en Colombia y se les reconocieron múltiples derechos y deberes, en la práctica aún tienen limitaciones para trámites ante instituciones y para el acceso a algunos servicios, dejándoles con un grado de vulnerabilidad.

Por ejemplo, el documento no es aceptado todavía por muchas empresas privadas y algunas entidades públicas están en proceso de adaptación. El gobierno colombiano asegura que con el paso de los meses será fundamental para que los venezolanos puedan tener acceso a derechos.

Zonas de riesgo

Colombia tiene diversas áreas en las que las migrantes venezolanas corren mayor riesgo, pero de todas la frontera con Venezuela es la más compleja. En esta zona se han conocido casos de prostitución hasta de niñas de 11 años que han llegado sin compañía a Colombia.

La situación de la pandemia de COVID-19 empeoró la situación de esta precaria zona. En 2021 un escándalo dejó consternados a los habitantes de Villa del Rosario al enterarse que niñas venezolanas de 11 años estaban siendo explotadas sexualmente en el peligroso barrio de La Parada, dominado por bandas criminales y grupos armados vinculados a las disidencias de las guerrillas y al narcotráfico.

Las violentaban a cambio de un plato de comida, un almuerzo de 5.000 pesos, un poco más de un dólar. Una de ellas quedó embarazada, otra fue golpeada salvajemente.

Aunque estos hechos encendieron las alarmas de las instituciones, vecinos de la zona aseguran que continúan reportándose casos de niñas y adolescentes que son explotadas. Salen a la vía en horas de la noche, donde las recogerían hombres adultos. Estas niñas serían vigiladas por proxenetas para que cumplan con la cuota.

“Cuando pasas de noche lo ves. Están en varios puntos. Una son grandes, pero hay otras que son unas peladitas, están chiquitas”, señala Pedro Zamora, habitante de una de los conjuntos residenciales que hay en el sector.

“En todo el sector de La Parada, Villa del Rosario, todas las niñas están en total exposición, así como en los barios periféricos”, precisa la activista de Mujer Denuncia y Muévete.

Las captan o pasan por las trochas, les ofrecen supuestos trabajos con salarios superiores a lo que podrían conseguir en Colombia en el sectior formal, luego las encierran o las amenazan hasta con asesinar a su familia en Venezuela. Les quitan los documentos y los teléfonos para dejarlas aún más vulnerables.

. Normalmente no saben a quién acudir, dónde buscar ayuda, tienen miedo hasta de las propias autoridades. Creen que si denuncia, ellas serán expulsadas del país y como con ese procedimiento quedarían en San Antonio del Táchira, los proxenetas fácilmente pasarían para tomar represalias. 

Viven un infierno. El peligro es constante. Los proxenetas las amenazan y maltratan. Los hombres que las buscan, no sólo agreden sus cuerpos, al obligarlas a tener prácticas con las que ellas no están de acuerdo, sino que también puefden llegar a golpearlas o matarlas. .

Las zonas de riesgo se extiende del pueblo fronterizo Villa del Rosario a todos los parques de Cúcuta, donde los proxenetas las obligan a exhibirse para explotarlas. Cada noche, al menos 30 jovencitas están en las zonas del centro cucuteño.

Ni siquiera es necesario pedirle documentos de identidad a algunas para saber que son unas niñas que no llegan a los 17 años.

Del centro de la ciudad fronteriza, la zona de riesgo se mueve hacia el barrio Aeropuerto, donde hay decenas de viviendas en las que las migrantes venezolanas son encerradas para explotarlas como «modelos webcam». Hay «estudios» donde las obligan a realizar actividades durante 12 ó 14 horas, para que cumplan con una meta diaria que permita cubrir sus gastos dentro de la casa y la comida que les preparan.

Desde Cúcuta el riesgo avanza con la llamada ruta del caminante. En Norte de Santander es complejo el panorama en las zonas de Pamplona y del Catatumbo. Luego están Bogotá, Cali, Cauca, Boyacá, Medellín, Riohacha y Cartagena. 

En la frontera con Ecuador las mujeres también corren peligro de ser captadas por estos criminales para entrar en un mundo del que tienen riesgo de salir muertas.

El pasado mes de febrero, en Ipiales, municipio frontreizo con la población ecuatoriana de Tulcán, Eli Ramos fue asesinada por un hombre que acudió a un bar donde ella estaba. Al llegar a la habitación, la agredió y usó una correa para obligarla a sus peticiones. Varias personas en el local acudieron a socorrerla, pero ya era tarde. Murió asfixiada.

Su historia es similar a la de otras féminas venezolanas, la mayoría con menos de 24 años, que han encontrado la muerte mientras eran explotadas en prostitución.

La Guajira es otro de los puntos riesgosos para las niñas y jóvenes venezolanas. La coordinadora de la Fundación Renacer en la zona, Mayerlin Vergara, quien en 2020 fue ganadora del prestigioso Premio Nansen de la ONU por su trabajo de dos décadas con la niñez refugiada en Riohacha, ha revelado que proxenetas de ese departamento han llegadio al punto de explotar a pequeñas de solo 7 años.

En un trabajo de la ONU sobre la explotación sexual de las niñas migrantes venezolanas en Colombia, la defensora de los derechos de la niñez confiesa que «nunca había visto tanto dolor como el que actualmente viven los refugiados y migrantes venezolanos» en esa zona, donde no sólo han ayudado a niñas víctimas, también han intervenido en procesos de niños que eran explotados.

En sus 20 años de trabajo ha logrado el rescate de más de 20.000 niños, pero en los últimos años se ha centrado en ayudar a de 75 niños y niñas, colombianos y venezolanos, en un hogar que sirve de albergue en Riohacha para pequeños quehan pasado por situaciones tan traumáticas que les ha llevado a vivir procesos de profunda depresión, pasar meses sin hablar y reaccionar violentamente durante la nueva etapa de adaptación a una nueva vida digna y con respeto a sus derechos.

“Lo que vimos aquí en La Guajira con los niños y niñas, principalmente con los refugiados y migrantes, era para ponerse a llorar», confiesa y asegura que estos pequeños se muestran gravemente afectados por soportar un doble impacto emocional: el de la migración, haber tenido que dejar su casa, familia, amigos y escuela, y el de la violencia sexual que han vivido al ser encerrados en casas de pequeños pueblos, donde eran explotados sexualmente.

Todas corren riesgo, pero las niñas y jóvenes, especialmente las que están en Colombia sin sus familias, son las más vulnerables, lamenta la abogado Alejandra Vera.

Las redes de trata se valen de todo: engaño, ayuda temporal, promesas de trabajos, manipulación, amenazas a su integridad física y a la vida de sus familias, además de  encierros en fincas o casas apartadas. 

Con diversos métodos las inducen, las involucran, las hacen sentir culpables y ya después les hacen creer que jamás podrán salir vivas de ese mundo. Se someten y si no tienen una mano que les ayude, quedan atrapadas, expuestas a múltiples riesgos, con su autoestima enterrada y con sus derechos vulnerados.

El milagro de la familia

En Medellín, Julimar ha logrado reconstruir su vida. Su mamá y el resto de la familia emigró para evitar que la red siguiera buscando a la joven, quien nunca tuvo protección, atención ni respuesta de instituciones del Estado.

Carmen no le dijo nada a su familia hasta meses después. Primero los convenció de emigrar y luego de un tiempo en la nueva tierra, decidió contarle todo a su esposo. 

Hoy tienen un nieto de tres años que es la alegría de la familia. Julimar logró tener una nueva relación y está en terapia para superar las secuelas psicológicas y físicas que quedaron de la etapa de la explotación.

Carmen y su esposo se volvieron emprendedores. La cooperación internacional les apoyó con un capital semilla. 

Aunque los ingresos aún son moderados, les permite seguir adelante y soñar con un futuro mejor. 

Sus responsabilidades como pequeños comerciantes las combinan con las de una fundación que registraron para apoyar a migrantes venezolanos en situación de vulnerabilidad.

Su hija se encarga de algunos de los proyectos para jóvenes mujeres que necesitan información y orientación sobre las rutas de atención para escapar del mundo de la prostitución. Esa es su forma de hacerse justicia, de tener la respuesta que el Estado no le proporcionó cuando ella, con 17 años, fue obligada a trabajar en un prostíbulo y luego encerrada en una finca para ser abusada por jornaleros.

Julimar aún no cuenta todo lo que vivió en Arauca ni durante el tiempo que la encerraron en la finca. Tampoco habla sobre cómo logró escapar con otras jovencitas venezolanas que estaban en su misma situación. 

Le dice a su mamá que prefiere no recordar, se pone una coraza y se muestra dura, y se centra en su futuro y en la beca que le aprobaron para estudiar en la universidad.

Nota

Para proteger su seguridad, se cambiaron los nombres y ciudad final donde se instalaron las personas involucradas en este reportaje. Estas solo piden que su historia sirva para que otras familias con casos similares conozcan que sí hay posibilidad de sacar a las niñas y jóvenes de ese mundo.

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