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El diccionario no autoriza ni rechaza Por David Figueroa Díaz

Soy de los que piensan que el peor obstáculo que puede haber para manejar con facilidad el aspecto gramatical y lingüístico, es creer que toda palabra que no esté registrada en el diccionario de la RAE o en cualquier otro, no podrá utilizarse. En muchas ocasiones he manifestado mi inquietud acerca de que la docta institución es la que decide cuál palabra debe usarse y cuál no. Por eso, algunos aficionados del buen decir me han tildado de antiacademicista, lo cual no es cierto, pues solo he cuestionado el excesivo purismo con que a veces trata algunos aspectos sobre el uso del lenguaje oral y escrito.

Es común oír que la Real Academia Española aceptó tal o cual palabra, como si se tratase de algo que debe recibir la aprobación de un cuerpo colegiado, en el que las decisiones las toma la mayoría. Muchos se imaginan que las palabras son inventos de un grupo de personas que se reúnen periódicamente para crearlas, y para tal efecto se encierran en un recinto parecido al que usa el Vaticano para elegir al papa, y que al cabo de largas deliberaciones, y al saberse el resultado de la respectiva votación, alguien desde un balcón anuncia al mundo académico: «Habemus palabras».

En los días más recientes se ha hecho frecuente la especie según cual la Real Academia Española aceptó la palabra «haiga», y en razón de lo cual podrá utilizarse en sustitución de haya. Eso no es cierto, y les mostraré mi argumento, que por supuesto es solo un aporte para el debate sano, que a la postre pudiera resultar altamente positivo.

Lo lamentable de todo esto es que quienes defienden ese criterio son personas con un cierto dintel intelectual que las distingue del común de los hablantes. Educadores, periodistas y otros profesionales que de una u otra forma están ligados con el acontecer comunicacional, incurren en ese despropósito, y por eso, lamentablemente, cada día son más personas las que le atribuyen a la Real Academia una autoridad que simplemente no tiene.

Lo anterior no implica que la función de la referida institución no sea importante, pues en su lema está plasmada la misión para la que fue creada: «limpia, fija y da esplendor»; pero de allí a que sea la que autoriza el uso de las palabras, hay un abismo, un abismo del que aún muchos no han podido salir. Fue fundada en 1713 por don Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena y duque de Escalona.

En materia de palabras, si hubiera alguien al que se le pueda atribuir autoridad, ese sería el pueblo hablante, que por necesidad expresiva las crea. La nuevas reciben el nombre de neologismos, y las que quedan en desuso, se las conoce como arcaísmos. Surgen por composición y/o por derivación. Sobre nuevas palabras, la Fundación del Español Urgente (Fundéu) ha cumplido y cumple una extraordinaria labor, que vale la pena seguir, en función de despojarse del falso criterio según el cual, para que una palabra pueda ser usada, tiene que ser aceptada por la RAE.

En cuanto a palabras que aún no aparecen en el diccionario, hay unas que más temprano que tarde harán su entrada triunfal en el registro lexical, y hay otras que a lo mejor no tengan ese privilegio; pero eso no implica que no deban usarse, pues como lo he acotado antes, no existe institución u organismo que pueda impedirlo.

Lo de haiga no es una aceptación, sino la admisión de que existe un sector de la población en el que por diversas razones se dice haiga en lugar de haya. El hecho de que ahora esté registrada, al igual como ha sucedido con otras, no significa que deba sustituirse la forma haya por haiga. Haiga es una deformación que es frecuente en estratos bajos de algunas sociedades, como evidencia de una escasa formación y preparación que se advierten en el lenguaje. De modo pues que, haiga no ha sido aceptada, sino incluida en el diccionario académico.

Y ya que he hablado de este tema, si alguien me preguntase si existen malas palabras, cito las que alguna vez usó el lingüista venezolano Ángel Rosenblat para responder la misma pregunta: «No existen malas palabras, sino malas intenciones que materializan con palabras».

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