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En el limbo (de la política) Opinión por Antonio José Monagas

Mucho tiempo duró la Iglesia Católica para definir la palabra “limbo”. Luego de distintas reuniones de autoridades del Catolicismo, se llegó a un concepto. Que si bien siguió dejando en el “limbo” a quienes intentaron interpretarlo, hizo que finalizara la larga espera que desesperó a quienes aspiraban alcanzar la “eternidad celestial”.

Más que la Iglesia decidiera si tan manido término habría sido un problema de dogma o indisciplina, la política ya lo había decidido. Se aprovechó del mismo para manejo de su narrativa ofensiva. Así lo utilizó para calificar todo ejercicio de gobierno que no condujera a nada. O para reprochar a quien se mostrara abstraído o absorbido. Es decir, sin capacidad para reconocer lo que estaría sucediendo a su alrededor.

El limbo de la política, no es más distinto que el limbo de la Teología. Sin embargo, a diferencia de ser un lugar con prados y castillo según lo describió Dante Alighieri en su obra capital La Divina Comedia, el limbo político es un ámbito agreste. Aunque su tosca condición, no es óbice para abrazar cuanto comportamiento individual o colectivo luzca displicente e insensible. 

Quienes alcanzan el limbo político, son entidades atormentadas e indolentes. O porque, como parte del ejercicio político realizado, son condenadas por el repudio popular. O sea, que tuvieron una gestión política abandonada a la suerte de las coyunturas. Incitadas por compromisos vistos como razón proselitista. Pero que terminaron como fiascos públicos causando graves daños a su entorno.

La presente disertación viene a colación dada la violación del derecho establecido por la Constitución de 1999 cuando entre los “derechos civiles”, particularmente el artículo 56,  concibe la identidad como derecho fundamental. De esa forma, todo ciudadano venezolano tiene entera potestad para exigirle al Estado, en la persona jurídica de lo que ahora se denomina “Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería”, SAIME, su derecho o necesidad de contar con los documentos que lo identifican ante cualquier proceso que demanden de la persona su condición de ciudadano venezolano. Vale decir, el acta de nacimiento, la cédula de identidad y el pasaporte. 

La identidad es lo que representa al individuo ante el mundo, sus instituciones y las consabidas exigencias que soliciten su representatividad jurídica y política, particularmente. No obstante, alrededor de lo que constituye la razón de ser de la aludida dependencia gubernamental, su funcionamiento se encuentra trabado por injustificadas razones. Asunto éste inédito y absurdo. Aunque pudiera excusarse con el infundado pretexto de la crisis de salud que actualmente cunde por el mundo entero. 

También, como resultado de la crisis económica que atrapó al país entre dos aguas. Y que por tan substancial razón, el país se encuentra estancado. En neutro. Suspendido en el “espacio intergaláctico”. Es decir, en una especie de limbo. Pero en el limbo de la política. O sea, en el más espasmódico estado donde la nada precede y preside la dinámica nacional.

Aún cuando, más allá de estas crisis el país fue insumido por una crisis que, a modo de caos absoluto, hizo de su funcionalidad un estorbo que trabó su movilidad. Fue la crisis política que alcanzó toda la estructura sobre la cual se cimienta la configuración jurídica y funcional del Estado venezolano. 

Sin embargo, a juicio del venezolano común el problema declarado se manifiesta con toda su maléfica potencia cuando se hace del conocimiento de la población que, por orden presidencial, las respectivas oficinas deberán permanecer cerradas. Sin que medie excepción alguna en la dirección de beneficiar a quienes tienen sus documentos preparados conforme a lo solicitado y debidamente cumplido el respectivo trámite económico.

Más aún, el problema se infla sobremanera cuando el régimen establece que los costos se eleven indiscriminadamente. Sobre todo, cuando quien hace la tramitación del documento que permite migrar como el pasaporte, indistintamente de la razón aducida individualmente ante el referido organismo, se topa con el desmesurado valor estipulado por el régimen. Quizás a manera de inhibir el éxodo de venezolanos. Especialmente, de venezolanos pertenecientes a estadios sociales populares.

Tan despóticas medidas ponen en duda lo establecido por la Constitución en cuanto a libertades cívicas. Más, si éstas son inalienables para un Estado tal como lo establece la Carta Magna. “Venezuela se constituye en un Estado democrático y social de Justicia y de Derecho (…)”. Cuando no, es porque el régimen decide truncar importantes derechos de forma opresiva y abusiva. 

Venezuela dejó de disfrutar derechos fundamentales que, en tanto valores superiores del ordenamiento jurídico nacional relacionados con la justicia, la solidaridad, la vida y la democracia, han sido confinados a instancia de los miedos y resquemores que, dado los actuales hechos, padecen gobernantes y aduladores de todo género y clase.

Luego de advertir estas realidades, los caminos lucen desbastados, cercenados o fraccionados. En consecuencia, Venezuela se convirtió en un vertedero de miserias que el socialismo bien supo concebir, promover y repartir. 

Aunque pobre aquel venezolano que por atrevido, codicioso o curioso, zalamero o servil, haya aceptado tan denigrantes mezquindades. Que ni siquiera tenga la posibilidad de contar con el documento que por ley, le permite gozar de la identidad que la formalidad del mundo le exige. Menos, cuando el organismo cuya responsabilidad ordena regir y administrar tan esencial derecho civil, se halla inoperante por causa de la obtusa gestión de un régimen oprobioso, impúdico y usurpador. Obstinado por enquistarse en el poder. Y por el poder. 

El fondo del problema lo explica la situación del país. El régimen logró nivelar a Venezuela por debajo de la desvergüenza. Ya rozando con espacios infrahumanos. Y aunque no necesariamente (desde un enfoque teológico) pudiera asemejarse al infierno, no hay duda que todo ha quedado gravitando en el limbo (de la política)

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