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Opinión: La retórica moderna que impulsa el auge del populismo anti-migratorio, Por Coromoto Díaz

“Los inmigrantes, solo quieren disfrutar de ayudas sociales sin respetar nuestras costumbres, y sin pensar en nuestras propias necesidades…” “no vienen a trabajar, vienen a recibir las ayudas que muchos connacionales no reciben”.

Este discurso político que se extiende por Latinoamérica, en especial por algunos países de la región, sumado al recuerdo de una crisis financiera en la que millones de personas sufren dificultades económicas, producto de una inédita crisis sanitaria mundial, hace que el miedo se apodere de muchos ciudadanos y crean que, realmente, los extranjeros reciben más ayudas que los connacionales, o que les quitan el trabajo y el acceso a los servicios sociales.

Lo que no cuentan quienes promueven este discurso es que la mayoría de las ayudas que reciben los inmigrantes, refugiados o desplazados indocumentados no proceden del Estado, sino de organizaciones sin ánimo de lucro, sustentadas por organismos internacionales, y las que reciben los extranjeros regularizados se debe a que ya llevan tiempo cotizando en sus países receptores, por lo que han aportado suficiente para recibir estas ayudas. Como cualquier otro ciudadano.

Por eso, esos discursos no se corresponden con la realidad.
Es entonces cuando la inmigración y los movimientos humanos comienzan a ser percibidos como un problema de orden público.

Además se convierte en el arma electoral que adquiere mayor o menor relevancia según la historia, cultura y demografía de cada país, pero que en general supone el origen de la convergencia de nuevas políticas migratorias, que contemplan un doble enfoque: del control de los flujos y la lucha contra la irregularidad, por un lado, y de la integración social y de la regulación de la residencia, por otro.

En esta época postpandemia, hemos sido testigos del afuero de nuevas normas restrictivas, que se escudan en una supuesta lucha contra la inmigración clandestina y el control de fronteras, pero que en el fondo suponen un gran retroceso en el reconocimiento de derechos sociales y familiares a los inmigrantes con residencia legal, así como la violación sistemática de los derechos de aquellos ciudadanos que por razones puntuales no entran dentro de un estatus legal, éstas violaciones se evidencian en mayor grado, en el terreno laboral, dejando pendientes las políticas en materia de integración positiva de los extranjeros, reducidas a un mínimo, porqué el discurso político se basa directamente en la defensa de la soberanía de los Estados. Ante la oportunidad de elegir entre la solidaridad y la seguridad, se optó por esta última y la inmigración pasó rápidamente a ser percibida como una cuestión de orden público.
Estos cambios en los valores han causado resentimientos y conflictos culturales de los que han sacado provecho los populistas, en un escenario electoral por el cual atraviesan varios países de la región, y su discurso se inclina hacia la hostilidad e intolerancia de los inmigrantes, las minoría y los refugiados.
Debido a la impredecible dinámica de los movimientos de personas en un entorno tan cambiante y con un origen tan variado (migrantes económicos, medioambientales, los que huyen de la miseria y la falta de futuro, los solicitantes de asilo, los refugiados, etc.) la inmigración es terreno abonado para el conflicto y para la indefinición o confusión de derechos y marcos jurídicos concretos o garantistas.

La dignidad y los derechos de los migrantes pasan a un segundo plano, ante la preocupación por la seguridad. El migrante es sujeto y a la vez objeto de controles y obligaciones, pasa a ser ‘el otro’, el ‘potencial enemigo’ (terrorista, delincuente, clandestino, abusador del sistema social, etc) dando combustible a la maquinaria del miedo y el discurso anti migratorio.

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