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Opinión

Los ruidos de la decadencia Opinión por Antonio José Monagas

El ser humano es por naturaleza, sensible a cuanta eventualidad puede rozar su discurrir. Quizás, ayudado por el miedo que lo envuelve. O por los prejuicios que vive a consecuencia de la incertidumbre que lo acecha a cada paso. Es así como el hombre deja abatirse por la decadencia que sucumbe no sólo su pensamiento. También, su tiempo. Y hasta su vida. 

La biología explica la decadencia como la razón que solapa, progresivamente, el desarrollo natural de todo ser vivo. Asimismo, sucede con la teoría de la empresa, cuando explica el proceso natural que determina el recorrido de toda organización. Indistintamente del propósito que se trace. De manera que cabe asentir que la decadencia actúa como cómplice de todo proceso sujeto al tiempo. Es cuando refiere que todo estamento o espécimen, en términos de su desarrollo, se subordina a la naturaleza de la vida. Casi siempre en el postrimería de su figuración o existencia. Es decir, nace, crece, se desarrolla y muere. Aunque por efecto de la decadencia, su funcionalidad comienza a embrollarse. Naturalmente, por debido al agotamiento que manifiesta en la plenitud del ocaso. 

En política, la decadencia adquiere un proceder distinto. No por ello, la decadencia, en política, deja de ser drástica, inexorable y fulminante. Su efecto aporrea por cuanto casi siempre irrumpe sin consentimiento alguno. Además, emparejada de alguna desgracia. Aun cuando puede ser aleccionadora. Sólo que la moraleja que permite inferir, no es de fácil interpretación pues son muchas las lecturas que de su realidad pueden derivar. Pero golpea dura al momento de brotar. Sobre todo, porque hiere la conciencia en toda su amplitud. E igualmente, su irrupción le infringe quebranto a la moralidad viéndose implicada su naturaleza. 

La historia política de los pueblos, ha sido crítica al acusar el impacto de la decadencia. Tanto, que arrastra realidades a niveles del subsuelo. O sea, a niveles “freáticos”. Tan inclementes son sus efectos, que algunos autores de dura postura, han llamado “muerte” a la decadencia. Políticamente, se ve acompañada por la corrupción que vive una realidad cuando la descomposición social, política y económica embiste su estructuración con miras a derruirla. Hasta desaparecerla. Y esto, de verdad, genera un horrendo estruendo. Que se percibe, más allá de dónde se ubica su geografía.

Precisamente, es el caso que padecen los regímenes autoritarios toda vez que no aceptan aquellas condiciones que por derecho humano permiten en el hombre las más necesarias libertades para la vida en sociedad. Más, porque actúan como eco de las cualidades humanas. La historia política así lo atestigua. Sobre todo, en situaciones dominadas por todo lo que adversa la ética política y la moral ciudadana. Es por eso que el poder de cualquier régimen que busque en la hegemonía la vía para arrebatar derechos y garantías que cuadren con la democracia entendida como sistema político, está condenada a la decadencia. Y en la brevedad del tiempo histórico.

La gestión de todo gobierno que supedite su presunción de “ordenamiento político” a criterios determinados por la sed de poder, sólo logra que su desesperación aflore. Y es la ruta que consigue para generar la descomposición como antesala de la decadencia. No sólo de su existencia. También, de los argumentos de los cuales se valió para presumir de lo que carece. Y que sin duda alguna, tan serias carencias arrastran a cualquier régimen ostentoso de vagas “verdades”, a lo más pérfido e impúdico que cabe en toda realidad.  Además arrogándose consideraciones que nadie, en términos de la razón y la conciencia política, puede creer o verse convencido. 

Esto, sin que refiera el infortunio que de seguro ha de padecer cualquier dictadura, constituye el extremismo que destruye lo que cada compromiso, vocifera. Y que, innegablemente, hace que se escuchen más lejos y tenebrosos, y hasta insondables, los ruidos de la decadencia.

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