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Opinión: ¡Cómo duele Puerto Ordaz! Por Rafael Marrón Gonzalez

Bancamiga

Llegué a Puerto Ordaz en diciembre de 1963, y aquí maniáticamente me quedé. He sido testigo del auge y de la caída de una de las urbes de mayor proyección de Venezuela. Para esa época Puerto Ordaz comenzaba a recorrer el mundo y en su intimidad, por la convocatoria imperativa de su desarrollo, se generó el último mestizaje del siglo XX, en el planeta.
Presencié, día a día, el asombro de su crecimiento arquitectónico, industria y comercial. En su seno se erigió el complejo metalmecánico más importante de América Latina. Ir para América en Europa significaba, en los años 70, embarcarse para Puerto Ordaz a buscar fortuna. Fue una especie de moderna Babel aquella Puerto Ordaz de gentilicio adolescente que pervive en el recuerdo de quienes poblamos sus calles con la dinámica vertiginosa de la juventud. Cuánto duele verla hoy prematuramente envejecida, mal bañada y peor vestida, con sus fachadas desconchadas y sus aceras reventadas por las raíces de los árboles descuidados de copas cubiertas de guatepajarito.
No reconozco en las calles solitarias, locales vacíos y centros comerciales cerrados por el miedo apenas cae la tarde, a aquella ciudad noctívaga de vida bulliciosa prolongada hasta el amanecer. Sus mejores paisajes han sido invadidos por la miseria prevalida de poder demagógico. Una ciudad irrespetada en sus privilegiados espacios. No hay límite para la degradación de su destino manifiesto. El caos es su cotidianidad.
Florece el turismo de la mendicidad alimentaria que exhibe en las esquinas su desesperación por falta de transporte. La ignorancia impone el mal gusto de sus preferencias; la incultura, sus rituales artesanales en las salas culturales oficiales; la necedad recién vestida, sus titulares en las páginas sociales. Y el cretinismo de sospechosa riqueza súbita aplaude extasiado. Y pide otra parrilla con yuca en el mosquero de la decadencia gastronómica.
Se han marchitado sus jardines en la autopista y un enjambre de rejas vocea la incertidumbre. Una ciudad que en sus tiempos, no muy distantes, convocó lo más granado del pensamiento tecnológico nacional e internacional, muestra sus desdentadas ruinas en Matanzas.
Un apagado sobrecogedor de su entusiasmo y un aletear alucinante de murciélagos en sus galpones industriales. Las antiguas chimeneas que anunciaban prosperidad, hoy son heraldos de enfermedades de la piel y los pulmones. Sus excrecencias tóxicas envenenan las aguas del Orinoco. Los niños nacen con alúmina en la caja craneana. Las afecciones neurológicas campean. Sus empresas básicas, orgullo de la Venezuela posible, boquean entre la intermitencia salarial, la obsolescencia tecnológica y la improductividad. Su clase obrera ha devenido en tristeza parasitaria al servicio de la ignominia empoderada que le extrajo la conciencia. Su historia esconde la ficha, que antes ostentaba hasta en sus trajes de fiesta, por la vergüenza de haber sido y ya no ser. Un enjambre de malditos ladrones amparados logra sentencias mujiquiles contra la dignidad e impregna de su nauseabunda presencia la poca vida nocturna, de cacheo previo en sus entradas, que queda en pie.
No sé si logro manifestar mi indignación.
Cuánta infamia intolerable. Y cuánta fealdad. Y suciedad. El cochambre parece ser el carné de identidad de la igualdad. Y el moho la pátina estridente. ¡Cómo duele Puerto Ordaz! Un asunto de páginas amarillas y abandono. De recuas de malandros homicidas. De zafios especuladores ávidos de dinero fácil. De miseria arracimada en deplorables arrabales. Una ciudad de amanecer tardío y abreviado anochecer. De crímenes dilucidando cualquier posible error de interpretación. De semáforos muertos gritando la irresponsabilidad de gobernantes ignaros que acusan al vandalismo que los reta en su estridente ineptitud. Como el hampa.
No hay autoridad real.
Solo una nómina que exige vacaciones pagadas. ¡Cómo duele Puerto Ordaz! He vivido 53 años en ella y desisto de exiliarme. Pero cuando transito por sus calles desoladas, suelo recordar en cada recodo la intensidad de su vida arrebatada. No se merecía este asalto de gobernantes ineptos e inmorales. Esta violenta agresión de la barbarie en taxis, motos y camionetotas mal adquiridas. Cuánto odio por una ciudad que pudo ser una nueva Alemania, reducida por la vesania a expendio de granjerías en Puente Angostura a los choferes de las gandolas que transportan riquezas del orgulloso norte de Brasil, una covacha aislada y dependiente cuando Puerto Ordaz era. ¡Cómo duele Puerto Ordaz!

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