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Opinión: La muerte del mito, Por Gabriel Hidalgo Andrade


La Corte Nacional de Justicia del Ecuador ratificó en última instancia la sentencia en contra del expresidente Rafael Correa, por el delito de cohecho. Con la decisión de los jueces, Correa no podrá ser candidato y, en caso de volver al país, deberá cumplir una condena de ocho años en la cárcel.

Con la muerte política de Rafael Correa muere también su propio mito. Agoniza la ficción del líder arrebatador, de su falso apoyo popular y de su grandilocuente pero insignificante rol en la historia política. Se confirma al estafador, al indolente, al antipático y al bocón.

Rafael Correa nunca fue un líder descollante, definitivo y venerado. Fue solo un producto de sus circunstancias, un buen apostador y una creación de la propaganda política. Nada más.

Correa se encaramó a un frente de partidos de izquierdas cuyos dirigentes progresistas hoy, sin excepción, lo repudian.

En el 2006, llegó la presidencia en una disputa pareja con la derecha, instaló una constituyente que le permitió concentrar todo el poder político y desde entonces empezó a prescindir de todos sus aliados.

Poco después se quedó con ninguno de ellos, pero con todos los poderes posibles y con un precio del petróleo que superó, en 8 de 10 años, los 100 dólares.

Miles de millones dólares entraron a las arcas públicas en forma de rentas petroleras y tributarias en una economía artificiosa.

Desde entonces gastó y se endeudó a manos llenas quebrando las cuentas nacionales.

Con el aparato administrativo, tributario, judicial, policial y de espionaje persiguió a sus críticos y opositores. Los denigró y acosó sistemáticamente.

Luego dispuso su persecución de la forma más canalla en sus monólogos sabatinos. Como economista fue un fracaso, como político fue un traidor, como estadista fue un cobarde. Rafael Correa siempre fue un farsante.

Con todos los poderes públicos, la autoridad política y los ejércitos de infiltrados en las instituciones, ganó todas las elecciones sucesivas de forma abrumadora.

Encerró y persiguió a líderes populares, periodistas, activistas y ciudadanos. Aniquiló empresas familiares, privatizó el Estado a favor de sus clientes e instaló un sistema mafioso para rapiñar los recursos públicos que profundizó la corrupción en el país. A eso le llamaron dignidad, soberanía y patria.

Algunos desde hoy llevarán marcada en su frente la señal de Caín. En sus rostros pesará el deshonor de haber defendido a un traidor a la patria.

En esta sentencia de última instancia se confirma a Correa como el autor del delito de cohecho y se cierra un capítulo vergonzoso de la vida pública ecuatoriana. Pervertidos, corruptos, cómplices, adulones y clientes se proclamaron en este tiempo de ignominia como los dueños del nuevo país que instalaron con la soberbia del mediocre que se cree iluminado.

Todo fue una monumental estafa. Desde el terraplén que llamaron como refinería, el cambio de la matriz productiva, la redistribución de la riqueza, los aeropuertos sin aviones, las hidroeléctricas, carreteras y puentes con sobreprecios que se caen a pedazos.

Casi todo está podrido, o como dijo Ángel Felicísimo Rojas, “donde se pone el dedo,  salta pus”.Esa descomposición la profundizó la década ganada y su ejército de mentirosos. Pero hoy tenemos un momento de alivio.

La sentencia por cohecho en contra de Rafael Correa y otros políticos y empresarios es la oportunidad para que los pocos defensores de la corrupción que quedan, tal vez enceguecidos por la vanidad, la ingenuidad o la venganza, abandonen su militancia, su virulenta obstinación con la política y su dañino deseo de ocupar cargos públicos.

Es hora de un recambio ciudadano que prescinda de estos traidores a la patria.  

Algunos desde hoy llevarán marcada en su frente la señal de Caín. En sus rostros pesará el deshonor de haber defendido a un traidor a la patria, delincuente y prófugo de la justicia.

En nombre de todas las víctimas de Rafael Correa y del correísmo: hoy se hizo justicia.


@ghidalgoandrade

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