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Opinión

Vida y muerte en un país de excepción Por Tomás Straka

Tomás Straka, profesor de la Universidad Católica Andrés Bello e individuo de número de la Academia Nacional de la Historia:

El drama de los baby boomers venezolanos —los nacidos entre 1940 y 1960— dibuja el periplo de un ensayo de modernidad tan vertiginoso en sus subidas como en sus caídas. De ser una excepción latinoamericana por su democracia y su capitalismo, Venezuela es otra vez una excepción: ser la peor economía del mundo, con una crisis económica y social que sorprende a todos.

Pocos venezolanos fueron tan felices en su juventud y pocos han tenido una vejez tan triste. Nacieron entre mediados de la década de 1940 e inicios de la de 1960. Antes de ellos, nunca los hubo con tantas oportunidades de estudio, con sueldos tan altos, con una alimentación igual de sana, servicios médicos de similar calidad, una estabilidad institucional tan larga ni tanto respeto por sus libertades. Después de ellos, tampoco los ha habido. Han sido una especie de excepción histórica: la expresión de un momento excepcional en la vida venezolana, unos sesenta o setenta años en los que todo pareció salir bien. Son las décadas en que Venezuela, en su condición de primera exportadora y tercera productora mundial de petróleo (ambas condiciones las perdió en 1970), se benefició como pocas de la bonanza que gozó Occidente durante la posguerra, con la que estaba firmemente articulada como proveedora y destino de sus inversiones; así como de la convicción de Estados Unidos de convertirla en una de sus vitrinas durante la Guerra Fría. Los años en los que las élites locales tenían un consenso básico en modernizar y democratizar el país (aunque no tanto en el modo y la velocidad de hacerlo), aspecto que no debe minusvalorarse: las experiencias posteriores han mostrado que los solos petrodólares no crean bienestar.


Estos baby boomers criollos recibieron unas inversiones para su formación y salud nunca antes vistas; no solo porque había los recursos para hacerlo, sino también porque se esperaba mucho de ellos. Habrían de ser, según el clima de optimismo, el gran producto del esfuerzo modernizador, la nueva clase de venezolanos que dejaría atrás todo lo que los demócratas y revolucionarios del siglo XX detestaban del país (el hambre, las enfermedades, el personalismo, la violencia, la ignorancia), para que se parecieran más a Santos Luzardo que a Doña Bárbara. Si la modernidad es antes que nada una forma de entender y vivir el mundo, esta solo es posible si hay mujeres y hombres modernos. Por eso, se construyeron carreteras, autopistas y superbloques (aún soñados como «máquinas de vivir» capaces de moldear con su arquitectura a sus habitantes), escuelas definidas por la nueva pedagogía y una arquitectura de vanguardia, hospitales, centros recreacionales, industrialización.

Todo en lo que se depositó tanta confianza tendría que traducirse en ese hombre «sano, culto, crítico y apto para convivir en una sociedad democrática, justa y libre basada en la familia como célula fundamental y en la valorización del trabajo; capaz de participar activa, consciente y solidariamente en los procesos de transformación social…», que preveía la Ley de Educación de 1980 como síntesis de todo lo hecho y pensado hasta entonces. La clase media venezolana, que para la década de 1970 comprendía, vista en términos muy amplios, más del cincuenta por ciento de la población, era la gran muestra del éxito alcanzado en el proyecto. Era el producto de las oportunidades de ascenso social: hombres y mujeres que eran los primeros de sus familias en graduarse de bachilleres, los primeros en ir a la universidad y muchas veces en salir al exterior, por lo general con una beca para hacer posgrado. Ellos supieron pronto lo que era comprar un escarabajo Volkswagen con sus primeros tres sueldos de ingeniero recién graduado; dar la inicial de un apartamento en un edificio a estrenar antes del primer año en la empresa; o pasar un fin de semana en Curazao o Miami sin que eso significara un descalabro en su presupuesto. Pero ellos también han sabido lo que es llegar a los setenta años sin poder jubilarse, porque las pensiones no dan para vivir, sin poder cambiar de carro después de una vida de trabajo duro, peregrinar para buscar medicinas que demasiadas veces no consiguen y enfrentarse solos a la vejez porque sus hijos y nietos están todos en el exterior.

¿Qué pasó? ¿Cómo pudo ocurrir un desplome tan grande? El drama de los baby boomers criollos dibuja el periplo de un ensayo de modernidad tan vertiginoso en sus subidas como en sus caídas. Tanto los éxitos que hacían de Venezuela una excepción entre los países en desarrollo, sobre todo los latinoamericanos (lo que el historiador Steve Ellner ha llamado el «excepcionalismo venezolano»), como sus tribulaciones actuales, que nuevamente la hacen excepcional en su región y en el mundo entero, sirven para comprender el periplo del país en los últimos sesenta o setenta años. La forma en la que su relación con el petróleo generó unas convicciones determinadas, que llevaron a tomar ciertas decisiones entre las que se destaca, por sobre todas, el ensayo socialista actual, es el tema de las siguientes páginas. Venezuela tuvo un excepcionalismo hasta la década de 1990, como la democracia capitalista modelo; luego, sin romper esencialmente con su lógica, tuvo otro en los primeros años del dos mil, al intentar convertirse en un socialismo cuando nadie, ni siquiera el resto de la izquierda latinoamericana, pensó en hacerlo con la misma radicalidad; y, finalmente, acaso como producto de los dos excepcionalismos anteriores, ahora tiene el de ser la peor economía de la región, con una crisis económica y social que sorprende a todos.

Personas excepcionales de un país excepcional

La tesis del excepcionalismo fue concebida como una respuesta al entusiasmo de la mayor parte de la academia estadounidense por el modelo de desarrollo de Venezuela. Es uno de los tantos casos en los que la academia y la ideología se cruzan, así como suelen hacerlo los deseos y los datos reales. Ellner señala, y con razones de peso, que en la mirada de Venezuela como un país latinoamericano «excepcional» se descuidaban las muchas contradicciones que existían en su sociedad, su economía y su sistema político; problemas que ya en la década de 1980 eran evidentes y que en el Caracazo estallaron en la cara de todos los analistas. Por eso es probable que, detrás de ese excepcionalismo, no hubiera poco de propaganda e intereses ideológicos, del deseo de presentar sin fisuras la vitrina en el Caribe.

Ahora bien, cuando el resto del Tercer Mundo optaba por la vía del comunismo o de las dictaduras de derecha para emprender sus planes de industrialización y cambios sociales, Venezuela lo hacía bajo las reglas de una democracia liberal… y parecía tener éxito. La derrota de los golpes militares y de la guerrilla comunista en los años sesenta, la sucesión presidencial en elecciones libres, las derrotas del analfabetismo y las principales pandemias, la electrificación y las autopistas, ¡esa clase media próspera, sana y educada!, eran un motivo de justa esperanza para quienes habían apostado por el camino de la Alianza para el Progreso; es decir, la modernización y las reformas sociales como un freno al comunismo.


Entre los críticos del sistema tampoco hubo poco de ideología: para muchos, simplemente, el capitalismo y la democracia no podían ser mejores que lo que ocurría en Cuba. Así, las falencias venezolanas a veces eran vistas con más alegría que preocupación. Por eso muchos terminaban por subrayar solamente lo negativo, sin darle crédito a lo que funcionó bien del ensayo. Venezuela sí era excepcional. Como primera exportadora mundial de petróleo, con el promedio de crecimiento económico más alto del planeta, con varias décadas de paz y un sistema de libertades, que si no era perfecto era la envida en una región dominada por dictaduras y guerras civiles, negar las excepciones es, cuando menos, poco preciso.

Si los baby boomers criollos fueron una generación excepcional, en comparación tanto con lo que solía pasar en su vecindario como con lo que habían vivido sus padres y abuelos (y lo que vivirían sus hijos), no fue por una asociación aleatoria de personalidades y destinos individuales, sino por una sociedad de la que fueron expresión. Otra cosa es reconocer que, al mismo tiempo, había importantes problemas detrás de ese excepcionalismo. No una voz de izquierda e hipercrítica de la democracia venezolana como la de Ellner, sino las de Ramón Piñango, Moisés Naím y los otros investigadores que convocaron para escribir su célebre El caso Venezuela: una ilusión de armonía, aparecido en 1984, desde el mismo título del volumen llamaban la atención sobre lo que podía tener de ilusoria esa excepcionalidad. Era una sociedad sin grandes conflictos, por ejemplo, en parte porque la renta petrolera alcanzaba para que todos los sectores estuvieran más o menos contentos. Un conflicto entre importadores y productores se resolvía con dólares baratos a unos y subsidios a otros; entre empresarios y obreros, con créditos blandos y a la vez aumentos de salarios e inmovilidad laboral; y así infinitamente, para que el conflicto no se viera en el horizonte. Uno de los recuerdos más recurrentes de los baby boomers criollos —«antes todos éramos amigos», «al final todos tomábamos whisky juntos»— es más una demostración de esa aversión sistemática al conflicto, que una prueba de civismo, convivencia o movimiento de cintura política. Lo más excepcional del excepcionalismo era la ausencia de conflictos.

El texto de Asdrúbal Baptista que aparece en el libro da cuenta de las cifras y los cambios sociales de aquella excepcionalidad: entre 1960 y 1980 el promedio de crecimiento de los países desarrollados fue 3,1 por ciento, de los latinoamericanos 2,1 por ciento y de Venezuela, 3,8 por ciento; la tasa de mortalidad en la región había bajado de 111 por mil a 64, en Venezuela bajó a 42 por mil; el PIB por habitante del primer mundo era en 1976 unos 4.347 dólares, en Latinoamérica 898 y en Venezuela 1.344. Sin embargo, junto a todo esto, que sin duda daba motivos para estar felices, Baptista consignó otro dato: mientras que el porcentaje del ingreso total recibido por el veinte por ciento más rico de la población era 59,1 en América Latina y 44,9 en el mundo desarrollado, en Venezuela era 69,5 por ciento. Es decir, estaba entre los países más desiguales del mundo. Pero como todos, a su escala, habían mejorado sus condiciones de vida y, además, tenían la esperanza de seguir mejorando estas diferencias no importaban tanto: sí, todos podían ser amigos, todos estaban en ese renglón de más de un cincuenta por ciento de la población al que se podía definir de clase media. Esto expresa un conjunto de convicciones que probablemente fueron el peor legado del momento: es un país infinitamente rico, donde siempre habrá para todos; por ser tan ricos, merecemos los mejores beneficios sin dar contraprestación alguna, sin ser productivos; por la misma riqueza, no hay que defender el sistema, podemos ser apolíticos. Si Piñango y Naím hablaban de ilusión, estos fueron los embelecos fundamentales de todos los venezolanos: tanto los más pobres como, especialmente, la muy mimada clase media.

Cuando sobrevino el despertar, porque ya no fue posible repartir la torta igual, una sociedad que había olvidado cómo manejar los conflictos —que no tenía idea de las peripecias pre-petroleras de un José Antonio Páez, un Antonio Guzmán Blanco y sus equipos de gobierno para conciliar a cafetaleros con prestamistas— tuvo que enfrentarse por primera vez, en muchos años, a ellos. Para 1979, el ingreso promedio de una familia estaba alrededor de 3.000 bolívares, y el costo de la canasta alimentaria era 798. Con una inflación de doce por ciento, que ya era un escándalo, había, sin embargo, espacio para gastos suntuarios —ese whisky que todos bebíamos juntos— y para ahorrar. Pero, ¿qué pasó cuando, a partir de ese año, el ingreso promedio bajó sistemáticamente todos los años?

El nuevo excepcionalismo

Lo que pasó fue que muchos de esos baby boomers criollos votaron, al cabo de dos décadas, por un candidato que prometió demoler el sistema político; pero, cuidado, no la ilusión. Las cifras de Venezuela en las décadas de 1980 y 1990 no dejan espacio para muchas dudas: ningún gobierno en el que la pobreza pasa de 25 a 70 por ciento y el ingreso real se reduce seis veces (es decir, la familia que ganaba 3.000 bolívares en 1979 pasó a ganar 700) logra mantenerse mucho tiempo en el poder. Ahora bien, ¿cuáles herramientas podían tener los baby boomers criollos que entonces estaban en su mediana edad para enfrentarse a eso? La frase «este ya no es más mi país» lo expresa bastante bien: en efecto, ya no era el país en el que habían nacido y crecido. Pero no por eso la mayor parte de ellos estaba dispuesta, como se demostró con el programa de ajustes impulsado por Carlos Andrés Pérez en 1989, a renunciar a la ilusión.

La forma de contar la historia fue clave: al sistema anterior se le echó la culpa de todos los males sufridos en las últimas dos décadas. Ayudada por los escándalos de una clase política poco dada a los cambios (Pérez fue finalmente defenestrado por ella y buena parte del empresariado) y señalada por una corrupción que se creyó generalizada (hoy se sabe que era enorme, pero no llegaba a esos extremos), la conclusión fue que, al removerla del poder, un gobierno menos corrupto podría revivir el sueño del ascenso social ilimitado. Al cabo, en un país infinitamente rico, se trataba apenas de frenar a los corruptos. Los más jóvenes que no habían vivido el excepcionalismo aspiraban a hacerlo y se consideraban objeto de algún tipo de injusticia histórica por no poder hacerlo; y sus padres baby boomers tenían el resentimiento de quien está convencido de haber sido despojado de algo que le pertenece. Por un momento, la burbuja de precios petroleros de 2004 a 2008, cuando el barril pasó de 25 a 140 dólares, hizo creer que era posible volver a algo parecido a lo vivido antes, para que a los pocos años se cayera de forma aún más estrepitosa.

Pero lo más significativo fue que la lógica del excepcionalismo mostró su poder cuando la Revolución Bolivariana se radicalizaba, hasta proclamar el socialismo en 2007. Aunque el resto de América Latina también se inclinó hacia gobiernos de izquierda, en buena medida apoyada por los petrodólares y el prestigio de Chávez, ningún país se atrevió a ir tan lejos en las reformas socialistas; de hecho, ninguno renunció a las reglas esenciales de la economía de mercado y la disciplina fiscal. Ninguno jugó con la inflación, las inversiones extranjeras y la propiedad privada. ¿Por qué precisamente Venezuela, el país vitrina, el éxito caribeño del capitalismo durante la Guerra Fría, decidió revivir algo parecido a un socialismo real light diez años después de la caída del Muro de Berlín? ¿Por qué volvió a ser excepcional? En parte por la herencia del excepcionalismo anterior: la disciplina fiscal, las políticas antinflacionarias y el respeto a la propiedad privada que nunca discutieron, al menos no seriamente, un Rafael Correa o un Evo Morales, eran una herencia de las reformas llamadas neoliberales que en Venezuela no se llegaron a aplicar plenamente. Es difícil pensar en un Lula Da Silva sin el Plan Real de Fernando Henrique Cardoso. Pues bien, como no se consideró necesario hacerlo en los noventa —¿para qué si somos tan ricos?— menos se iba a considerar ahora que el neoliberalismo es anatema.

Cuando el precio del petróleo volvió a caer, junto con los de las otras materias primas, con la crisis de 2008, evolucionó el excepcionalismo: el resto de la región ha logrado capear el golpe de forma relativamente exitosa, pero Venezuela está en la peor crisis de su historia. La bancarrota no se debe solamente a la caída del precio sino, sobre todo, a la desastrosa política de estatizaciones, que destruyeron lo que quedaba de industria y agricultura, a los controles excesivos en el mercado, a las distorsiones generadas por las políticas cambiarias y a la casi absoluta falta de disciplina monetaria y fiscal; es decir, a las decisiones tomadas desde la experiencia del primer excepcionalismo. Basta con decir que entre 2013 y 2017 la economía se ha contraído alrededor de 35 por ciento y que la inflación es la mayor del mundo (más de 700 por ciento), para ver cuán excepcional ha vuelto a ser este país.

El baby boomer criollo que tiene para este momento sesenta y tantos años, o entra en sus setenta, ha pasado su vida en un país excepcional. Sus altibajos profesionales y económicos, las cosas en las que creyó y en las que dejó de creer, las esperanzas alcanzadas y sobre todo las perdidas, las que se pusieron en él, que fueron tantas, y las que pudo lograr, cuentan como pocas la historia contemporánea del país. Este país de excepción tiene el reto de aprender a vivir lo que, a falta de otra palabra, podría llamarse normalidad.

Julio-diciembre 2017

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