“Un hombre solo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo cuando ha de ayudar a levantarse.”
Gabriel García Márquez
La simple mención de los derechos humanos metería en problemas a más de un ciudadano. No sólo en esta Tierra de gracia, también en Centroamérica, en la Antilla mayor. Ni se diga, sin menospreciar otros escenarios donde su observancia presenta quiebres preocupantes.
Quiere decir que la dignidad humana, la suya, la mía, la de todos, estaría un tanto devaluada en el concierto de las naciones. Los derechos humanos son una cuestión de dignidad. Esa sería una conclusión a valorar en orden a revertir o minimizar los efectos de esa tendencia perniciosa.
Así las cosas, la dignidad humana, fundamento de los derechos humanos, atraviesa una crisis global que trasciende fronteras y sistemas políticos. Lejos de ser un principio universal respetado, la realidad muestra que, en muchos rincones del planeta, la sola mención de los derechos humanos puede poner en peligro a quienes los defienden.
En América Latina, la defensa de los derechos humanos es una actividad de alto riesgo. ¿Por qué? Hay hechos elocuentes que lo demuestran.
El año pasado, 2024, cerró con al menos 257 asesinatos de defensores y defensoras. En su mayoría, estaban vinculados directamente a conflictos territoriales, represión de protestas y militarización creciente.
Países como Colombia, Brasil, Perú y Honduras se destacan por la violencia letal contra quienes defienden la tierra y el ambiente.
Por otra parte, el uso indebido del sistema judicial para criminalizar a líderes indígenas y sociales es una práctica extendida. Suma arrestos arbitrarios, campañas de difamación y represión estatal. Lo anterior evidencia una tendencia a desvalorizar la dignidad de quienes reclaman derechos básicos. Esto agrava la impunidad y el miedo.
En Estados Unidos, referente casi obligado de respeto a las leyes, a los derechos ciudadanos, los primeros meses de 2025 han estado marcados por un ataque frontal a derechos fundamentales.
La administración actual, entiéndase, el “efecto Trump”, ha implementado medidas que restringen la libertad de expresión, los derechos de solicitantes de asilo y migrantes. Además, ha recortado protecciones sociales y ambientales.
Se han documentado deportaciones ilegales, por ejemplo, a El Salvador, y desapariciones forzadas. También, se ha notado represión de activistas, especialmente quienes defienden causas internacionales como la palestina.
El Estado de derecho y la protección de minorías también han sufrido retrocesos preocupantes, lo que sugiere la consolidación de un clima de vulnerabilidad y desprotección.
Al lado, Canadá se presenta como un actor que sanciona a funcionarios extranjeros por violaciones de derechos humanos. Por ejemplo, en Venezuela, altos funcionarios han sido responsabilizados por la represión y el debilitamiento del sistema democrático.
Sin embargo, ese país, mejor dicho, su gobierno enfrenta cuestionamiento por el trato a comunidades indígenas y por su política migratoria. El compromiso canadiense con los derechos humanos sería firme en el discurso, pero enfrentaría retos internos y externos para garantizar su plena observancia o vigencia.
La Unión Europea, habitualmente defensora de los derechos humanos, ha adoptado en los últimos años políticas migratorias cada vez más restrictivas. Esto ha provocado un aumento de muertes en el mar, expulsiones ilegales y devoluciones de solicitantes con asilo a países donde enfrentan graves abusos.
Además, la represión de opositores políticos, periodistas y activistas se ha intensificado en varios Estados miembros. Un tema puntual e insoslayable es la discriminación, la pobreza y el debilitamiento del Estado de derecho. Son problemas agobiantes y las respuestas institucionales, además de lentas, son insuficientes.
En Asia, la situación es igualmente alarmante. Los gobiernos autoritarios han adoptado leyes que restringen la libertad de expresión y reunión, cualquier parecido con Venezuela, sería mera casualidad.
Por ejemplo, la impunidad prevalece y las voces disidentes son silenciadas mediante vigilancia y represión. Cerquita de allí, Indonesia ofrece un caso particular. El presidente Joko Widodo ha reconocido públicamente violaciones históricas de derechos humanos, como los asesinatos de comunistas en los años 60 y los abusos en Papúa.
Sin embargo, este reconocimiento ha sido más simbólico que efectivo, pues las víctimas siguen esperando justicia y reparación. En un contexto similar al chino, la impunidad y la falta de mecanismos judiciales eficaces perpetúan la desvalorización de la dignidad humana.
Esta disminución de los derechos humanos en diferentes partes del mundo se atribuye a una combinación de factores estructurales, políticos, tecnológicos y sociales. Estos afectan tanto a los sistemas de protección como a la percepción y el ejercicio de estos derechos.
En concreto, la disminución de los derechos humanos sería el resultado de la coincidencia de conflictos armados, falta de voluntad política, desigualdad estructural. También es resultado de avances tecnológicos sin control, crisis climática y una tendencia global a restringir las libertades y debilitar los sistemas de protección social y jurídica.
Todo un escenario donde la dignidad humana pierde centralidad y los derechos dejan de ser considerados inalienables.
La revisión de estos escenarios muestra grandes desafíos en esta materia, en el mundo entero, pero también revela oportunidades para fortalecer los derechos humanos.
Aunque en algunos lugares se cuestionan y restringen, hay un creciente compromiso internacional y local para defenderlos.
La dignidad humana sigue siendo el pilar esencial de la sociedad. Con voluntad política, justicia y la acción conjunta es posible revertir retrocesos, fortalecer mecanismos de protección, exigir rendición de cuentas y reafirmar el valor de la dignidad en todas las latitudes. Son clave hacia un futuro más justo y respetuoso para todos.
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