La popularidad en el mundo digital se ha convertido en un espejismo tan seductor como peligroso. Millones de personas creen estar frente a voces auténticas, líderes de opinión o “influencers” que supuestamente representan tendencias reales, cuando en realidad lo que se está consumiendo es una puesta en escena cuidadosamente fabricada. La influencia ya no se mide por la credibilidad, sino por la capacidad de manipular algoritmos y comprar apariencias. Y en ese juego, la verdad se diluye entre números inflados, seguidores fantasmas y conversaciones que nunca existieron.
Detrás de cada “like” y cada “view” puede esconderse un negocio mucho más oscuro de lo que parece. No se trata solo de marketing digital o de estrategias de posicionamiento, sino de un sistema que estafa a millones de personas que confían en lo que ven en sus pantallas. Los medios y programas que deberían informar, terminan convertidos en escaparates de ilusiones, donde la popularidad se le vende al mejor postor y la audiencia se convierte en víctima de un engaño colectivo. Lo que parece espontáneo y masivo, en realidad es un guion escrito para legitimar intereses que poco tienen que ver con la verdad.
Ese espejismo de la popularidad no solo distorsiona la percepción pública, sino que también alimenta estructuras de poder que se sostienen en la mentira. La gente cree que sigue a influencers, líderes o personas con ética y mística , cuando en realidad se sigue a personajes creados por capitales sucios y por estrategias de manipulación digital. Y mientras la audiencia se entretiene con la ilusión de la influencia, los verdaderos beneficiados consolidan negocios, lavan reputaciones y mueven dinero bajo la sombra de la pantalla. La pregunta no es si la gente está siendo engañada, sino hasta qué punto estamos dispuestos a seguir creyendo en un espectáculo que nunca ha sido real.
La internet que no vemos
Los algoritmos son los que deciden y moldean nuestro pensamiento y nuestras necesidades, y en esa capa gobernada por algoritmos y sistemas de inteligencia artificial, no solo se organiza la información, sino que también se fabrican realidades paralelas. Lo que parece espontáneo —un video viral, un trending topic, un influencer en ascenso— muchas veces es el resultado de un cálculo frío que responde a intereses económicos y políticos y no a la voluntad de la gente.
Los algoritmos funcionan como filtros invisibles que moldean la percepción colectiva. No muestran la realidad tal cual es, sino una versión diseñada para mantenernos enganchados, polarizados y entretenidos. En ese proceso, se construyen narrativas que parecen naturales, pero que en realidad son producto de una ingeniería digital. La política, el entretenimiento y la economía se entrelazan en un mismo escenario donde la verdad importa menos que la capacidad de generar clics y emociones. Así, lo que debería ser un espacio de información libre se convierte en un teatro de sombras donde cada movimiento está calculado.
En este escenario, las narrativas invisibles se convierten en armas. Se fabrican consensos, se instalan rumores y se manipula la percepción pública con una precisión quirúrgica. Lo más inquietante es que la mayoría de las personas no se da cuenta: creen estar tomando decisiones libres, cuando en realidad están reaccionando a un guion escrito por algoritmos y financiado por intereses ocultos que buscan desacreditar a quienes manejan la verdad y la información comprobable, ya que no existe mayor poder que el sexto poder o el poder comunicacional o de la información real. Por ende, la internet que no vemos no es un espacio neutral, es un tablero de poder donde la información se convierte en mercancía y la verdad en un lujo cada vez más escaso. En Venezuela, por ejemplo, ya sabemos quienes son los tarifados y por mucho que crean que han consolidado cierta credibilidad, mas temprano que tarde, quedarán desnudos ante una sociedad civil que sin duda alguna buscará que se haga justicia.
El negocio de la influencia fabricada
A veces vemos programas o podcasts de “influencers” que realmente destacan por su mediocridad como analistas e incluso que utilizan el lenguaje más procaz y sucio porque no tienen más que ofrecer, ya que nos son voces auténticas sino que se compran y se venden en escenarios sucios donde todo es creado. Esa ilusión, cuidadosamente fabricada, es la que abre puertas, atrae inversionistas y legitima discursos e inclusos capitales.
El negocio detrás de esta influencia artificial es sofisticado y rentable por el hecho de que hay empresas dedicadas a la creación de bots que simulan ser usuarios reales capaces incluso de comentar y sostener conversaciones. Creo que muchos de los influencers de la política en Venezuela pueden echar el cuento de cuáles son sus tarifas, patrocinantes y dinero que perciben por ser parte del circo.
Los payasos de este circo no son solo aspirantes a celebridad, sino también figuras políticas, medios de comunicación y proyectos que buscan aparentar relevancia para así marcar tendencias e incluso definir el rumbo de la política de un país. La mal llamada popularidad se convierte en un commodity, y con ella se construye una fachada que engaña tanto a la audiencia como a algunos anunciantes.
Lo más inquietante es que esta influencia fabricada no solo distorsiona el ecosistema digital, sino que también se convierte en un mecanismo de estafa masiva. Millones de personas creen que siguen a líderes con respaldo popular, cuando en realidad siguen a personajes inflados por capitales sucios. La confianza del público se erosiona, pero al mismo tiempo se mantiene cautiva, porque la ilusión está diseñada para ser convincente. En este juego, la verdad no es necesaria, ya que quien paga por la ilusión, busca comprar legitimidad con mentiras. Y esa legitimidad, aunque falsa, tiene consecuencias reales: contratos, votos, reputaciones lavadas y narrativas instaladas en la opinión pública. El problema intrínseco en esta dinámica de falsedades es que esta teatralización no es inocente. Detrás de cada transmisión en vivo, de cada “debate” televisado o de cada intervención en redes sociales, existe un guión que responde a intereses muy concretos en donde la política es un burdel de blanqueadores de capitales que tienen estrellas de lupanar que creen que pueden manipular emociones y percepciones sin ser descubiertos. Lamentablemente (para ellos) los departamentos de inteligencia de los Estados Unidos, Israel e Inglaterra han estado monitoreando estas falsedades y más temprano que tarde la política dejará de ser un entretenimiento de líderes populistas con frases ingeniosas, y se impondrán liderazgos sólidos como el de nuestra Premio Nobel de la paz, Maria Corina Machado y nuestro Presidente Edmundo Gonzalez Urrutia. También prevalecerán los medios con prestigio como El Nacional, La Patilla, El Nuevo Pais o El Diario de las Américas que llevan años informando de manera seria y también prevalecerán políticos excepcionales como Milei, Bukele, Trump y Netanyahu, que aunque se han visto atacados por medios woke, han sabido imponer sus liderazgos con acciones y realidades dignas de verdaderos estadistas.
El costo de la ilusión
La ilusión de la popularidad digital no es gratuita. Cada seguidor falso, cada interacción inventada y cada narrativa fabricada tiene un costo que, tarde o temprano, alguien paga. A primera vista, parece un juego inofensivo: un político que infla sus números, un medio que aparenta más audiencia de la que realmente tiene. Pero detrás de esa fachada se esconde un daño profundo a la confianza pública. La gente, al descubrir que ha sido engañada, no solo pierde fe en un programa o en un influencer, sino en todo el ecosistema informativo. La consecuencia es un cinismo generalizado que erosiona la posibilidad de creer en algo auténtico.
Ese costo también se traduce en desigualdad. Mientras unos pocos con acceso a capital pueden comprar influencia y legitimidad, quienes intentan construir credibilidad de manera honesta y orgánica quedan relegados.
La verdad detrás del espejo
La era digital nos prometió democratizar la información, pero lo que tenemos frente a nosotros es un escenario donde la manipulación se disfraza de influencia y la mentira se viste de popularidad. Los fantasmas digitales, los ecos internacionales y las narrativas fabricadas han creado un espejismo que millones consumen sin cuestionar. Pero todo espejismo, tarde o temprano, se rompe. La pregunta no es si la verdad saldrá a la luz, sino cuándo y con qué fuerza.
El desafío está en aprender a mirar más allá de la pantalla, a desconfiar de los números perfectos y a exigir autenticidad en un mundo saturado de apariencias. La verdadera influencia no se compra ni se fabrica: se construye con credibilidad, con coherencia y con la fuerza de lo auténtico. Todo lo demás es humo. Y el humo, por más denso que parezca, siempre termina disipándose.
Dayana Cristina Duzoglou Ledo
X: @dduzogloul
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