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#ANALISIS María Corina y Rubio: la otra diplomacia de Trump

El objetivo no es ocupar Caracas, sino forzar su colapso interno. La caída —si llega— será obra de los venezolanos, con una ayudita selectiva desde Washington

Esta semana dudé entre añadir mi granito de arena a la catarata de opiniones sobre la paz de Gaza —y deleitarme con la cara de oligofrénicos que se les ha quedado a los parlanchines zurdos de nuestra querida España— o mirar hacia otro frente. Pero me da la sensación de que ahí ya está todo dicho. La alternativa, más silenciosa pero no menos trascendente, es la otra política exterior de la administración Trump: la hispanoamericana, dirigida por un hombre que, paradójicamente, no pertenece del todo al universo MAGA. Marco Rubio.

Rubio fue rival de Trump en 2016. Tiene aspiraciones presidenciales y se prepara para disputarle la sucesión al vicepresidente J.D. Vance. Latino, católico y ferozmente anticastrista, dirige el Departamento de Estado, quizá el mayor nido de internacionalistas y progres de toda la administración. A pesar de ello, ha sabido moverse con habilidad: ha cedido protagonismo en los grandes escenarios —Israel, Ucrania, la OTAN— mientras tejía, pacientemente, una telaraña sobre su enemigo íntimo: el chavismo. Rubio sabe que, si cae Venezuela, se tambalean también los regímenes de Nicaragua y Cuba, sostenidos hoy por la droga y el petróleo venezolano.

Mientras Trump acaparaba titulares insultando a Zelensky o tirando de las orejas a Netanyahu, Rubio se dedicaba a subir el fuego bajo los fogones de Caracas. Antes incluso de su llegada al Gobierno, cuando aún era senador, promovió la candidatura de María Corina Machado al Nobel de la Paz —con el resultado conocido— y se convirtió en su principal valedor internacional. Ya desde el Departamento de Estado, consciente del peso del ala aislacionista trumpista, reformuló la causa venezolana no como una cruzada por la democracia, sino como una lucha directa contra el narcotráfico que envenena Estados Unidos a través del Cartel de los Soles (los generales chavistas) y el Tren de Aragua (las maras financiadas por el régimen).

Logró elevar la recompensa por la captura de Maduro a 50 millones de dólares, el doble de lo que se ofreció por Bin Laden

El giro fue magistral: al presentar a Maduro como capo de un cártel, Rubio consiguió atraer a las facciones más aislacionistas del «America First». No se trata de exportar democracia, sino de defender las calles de Miami y Houston. Así, sin ruido, logró que la Administración elevara la recompensa por la captura de Maduro a 50 millones de dólares —el doble de lo que se ofreció por Bin Laden— y desplegara fuerzas en el Caribe para aislar al régimen.

Bajo su impulso, Cuba volvió a la lista de estados patrocinadores del terrorismo; se bloquearon transferencias de empresas militares como GAESA, y el SEBIN —el servicio secreto venezolano— fue declarado organización terrorista. Aliados como Paraguay y Ecuador siguieron la estela, aislando diplomáticamente a Caracas sin necesidad de una ofensiva formal estadounidense.

En María Corina, Rubio encontró el rostro perfecto para su cruzada: la libertad con acento caraqueño. La imagen de la líder opositora, reforzada por su halo de Nobel frustrada, — escondida e incapaz si quiera de celebrar su premio con su familia o conciudadanos —, sirve como poster luminoso frente al lodazal chavista. Mientras el bloqueo asfixia a Cuba y corta más de 20.000 millones de dólares anuales a la dupla Caracas-La Habana, la presencia naval estadounidense cierra las vías de exportación del narco-régimen. Incluso Brasil y Colombia han recibido advertencias:

El primero fue sancionado por permitir las «misiones médicas» cubanas, eufemismo de mano de obra esclava al servicio del castrismo.

Maduro, desesperado, ha intentado apelar al instinto transaccional de Trump, ofreciéndole petróleo y minerales. Pero llega tarde. «Too little, too late», como dicen por aquí. Trump ya se ha hecho la foto de su cruzada contra el narcotráfico, con Maduro en el centro del cartel. Y, por si quedaban dudas, ha anunciado que no asistirá a la Cumbre de las Américas si Venezuela o Nicaragua son invitadas.

A estas alturas, dar marcha atrás le costaría más que seguir adelante.

El objetivo no es ocupar Caracas, sino forzar su colapso interno. La caída —si llega— será obra de los venezolanos, con una ayudita selectiva desde Washington

Rubio, por su parte, es consciente de los límites: no habrá invasión al estilo Noriega. Pero sí una guerra híbrida, quirúrgica: asfixia económica, lawfare contra jerarcas chavistas y bloqueo de rutas marítimas. El objetivo no es ocupar Caracas, sino forzar su colapso interno. La caída —si llega— será obra de los venezolanos, con una ayudita selectiva desde Washington.

Mientras tanto, el régimen se defiende con ridículo. Las «brigadas populares» de Maduro —ancianas adiposas con fusiles de museo— son más material para TikTok que amenaza real.

Y sus maniobras diplomáticas, comprando favores a Zapatero o Sánchez para reinsertarse en la Internacional Socialista, tampoco prometen gran cosa: nuestros quijotes ibéricos son ya poco más que parias en las cancillerías occidentales. Sus trapicheos con el chavismo son secreto a voces, y hasta sus correligionarios los evitan como a leprosos para no manchar su colada ante el primo americano.

Rubio ha tardado, sí, pero ha sabido colocar las fichas con paciencia y precisión. La partida no es de UFC, sino de ajedrez. Si logra jaquear a Maduro sin disparar un tiro, su perfil como sucesor del «monstruo naranja» se disparará.

Y quién sabe —tal vez la próxima foto de Trump, con sonrisa de póker, tenga a María Corina a un lado y a Rubio al otro. Inshallah.

Tomado de Ignacio Foncillas en EL DEBATE

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