El 20 de agosto de 2025, el estadio Libertadores de América debía ser el escenario de una fiesta continental. Independiente y Universidad de Chile se enfrentaban en el partido de vuelta por los octavos de final de la Copa Sudamericana. Pero lo que prometía ser una noche de pasión futbolística terminó convertido en un campo de batalla, una escena de barbarie que desnudó la faceta más primitiva del ser humano.

El estallido: del fervor al caos
Desde el inicio, el ambiente estaba cargado. Cerca de 4.000 hinchas chilenos ocuparon la tribuna Pavoni Alta. Apenas iniciado el partido, comenzaron los disturbios: los seguidores de Universidad de Chile rompieron baños, arrancaron butacas y las convirtieron en proyectiles. A estos se sumaron palos de escoba, botellas y bombas de estruendo, lanzados hacia los simpatizantes locales que se encontraban en las bandejas inferiores.
Los altoparlantes del estadio intentaron calmar los ánimos: “Debido a los actos vandálicos, la parcialidad visitante deberá abandonar la tribuna”. Pero la violencia no cesó. La policía ingresó en el entretiempo para desalojar a los visitantes, lo que retrasó el inicio del segundo tiempo. Cuando finalmente se reanudó el juego, apenas habían pasado dos minutos cuando el árbitro Gustavo Tejera lo interrumpió nuevamente. La tensión había alcanzado un punto de no retorno.
Minutos después de la suspensión oficial del partido, un grupo de hinchas de Independiente irrumpió por la fuerza en la tribuna visitante. No fue una invasión al campo de juego, sino una embestida directa hacia el sector donde aún quedaban algunos seguidores chilenos. Lo que siguió fue una escena que no pertenece al fútbol, ni siquiera al siglo XXI.
Los agresores golpearon brutalmente a los hinchas de Universidad de Chile. Los despojaron de sus camisetas, sus pertenencias, y en algunos casos, de toda su ropa. Las prendas fueron colgadas en las rejas del estadio como si fueran trofeos de guerra, símbolos de humillación. La violencia no fue solo física: fue simbólica, diseñada para quebrar la dignidad del otro.
Uno de los hinchas chilenos, acorralado, intentó trepar una reja para escapar y cayó desde varios metros de altura. Otros fueron arrastrados por el suelo, golpeados mientras intentaban cubrirse el rostro. Las imágenes, registradas por medios y testigos, mostraban cuerpos ensangrentados, rostros desencajados y miradas perdidas.
En ese momento, algo profundo se quebró. Los rostros dejaron de ser rostros. Las camisetas dejaron de ser símbolos deportivos y se convirtieron en marcas de guerra. El otro ya no era rival, sino amenaza. Y cuando el miedo se mezcla con el odio, el ser humano se transforma. No hay nombre, no hay historia, no hay humanidad. Solo impulso, solo furia.
Como escribió Primo Levi: “La violencia deshumaniza al otro, lo convierte en cosa, en objeto. Y cuando el otro es cosa, todo está permitido.” En Avellaneda, el otro fue reducido a eso: a una cosa que podía ser golpeada, desnudada y exhibida.
Incluso los que no participaron directamente de la violencia fueron víctimas del caos. La sensación de indefensión era absoluta. El estadio, que debía ser un templo del deporte, se convirtió en una prisión emocional.
La CONMEBOL suspendió el partido por “falta de garantías de seguridad”. Se reportaron al menos 10 heridos y más de 90 detenidos. El presidente de Chile, Gabriel Boric, calificó los incidentes como “mal en demasiados sentidos”.
La violencia se traslada: disturbios en la comisaría
La barbarie no terminó en el estadio. Al día siguiente, tras la liberación de los 104 hinchas chilenos detenidos, una nueva escena de caos se desató frente a la Comisaría Primera de Avellaneda. Los simpatizantes de Universidad de Chile, excarcelados sin sus pertenencias ni documentación, se agolparon frente a la dependencia policial para exigir la devolución de sus objetos personales.
Lo que comenzó como una protesta se transformó en un intento de irrupción. Algunos hinchas intentaron ingresar por la fuerza, otros agredieron a periodistas y transeúntes. Un repartidor con casco del club Independiente fue atacado por un grupo que lo identificó como enemigo simbólico. La policía debió intervenir para contener la situación, que por momentos pareció desbordarse.
La escena era surreal: en pleno centro de Avellaneda, frente a una institución del Estado, se repetía el mismo patrón tribal que había estallado en las tribunas. La lógica había sido desplazada por la pulsión. La exigencia por pertenencias se convirtió en una nueva batalla territorial. Como escribió el antropólogo René Girard: “La violencia no se limita a destruir al otro; necesita exhibirlo, marcarlo, convertirlo en signo.” Y en esa fatídica jornada, hasta los objetos personales se volvieron símbolos de guerra.
Pero más allá de las sanciones, de los comunicados, de las investigaciones, queda una pregunta abierta: ¿cómo llegamos a esto?
La psicología de las multitudes, estudiada desde el siglo XIX por Gustave Le Bon, sostiene que cuando los individuos se sumergen en una masa, pierden su identidad y se funden en una “alma colectiva” que actúa con impulsividad, emocionalidad y violencia. En ese estado, el pensamiento crítico se disuelve, el anonimato reduce la responsabilidad personal, y el contagio emocional convierte la furia de uno en la furia de todos.
El sociólogo Fernando Ortiz Lachica, desde una perspectiva evolucionista, afirma que el contagio emocional y la sincronización de los estados de conciencia son las principales razones por las que las personas “se convierten en masa”. En ese trance, el individuo no razona: reacciona. No evalúa: imita. No decide: se deja arrastrar.
Eso fue lo que ocurrió en Avellaneda. La masa anuló al individuo. La camiseta rival se convirtió en amenaza existencial. La violencia se ritualizó. La humillación se convirtió en espectáculo. Y el ser humano, despojado de su conciencia, regresó a su estado más primitivo.
Como escribió Elias Canetti: “En la masa, el hombre se siente igual a los demás. Todo lo que lo separa desaparece. Y en esa igualdad, se libera de sus límites.” Pero esa liberación, cuando no está guiada por la razón, puede convertirse en destrucción. El fútbol debe ser pasión, no guerra. Identidad, no odio. Juego, no barbarie.
Por Santiago Hueck Y. Para Caiga Quien Caiga
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