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Desinterés e indiferencia del pueblo por el dictador Por Robert Alvarado

“La democracia debe guardarse de dos excesos: el espíritu de desigualdad, que la conduce a la aristocracia, y el espíritu de igualdad extrema, que la conduce al despotismo…” Barón de Montesquieu

Cuando un dictador está en la cúspide de su ocaso, su ceguera le impide ver la realidad: el pueblo ya no lo quiere y, lo más triste, él no se da cuenta. Esto se refleja en la falta de apoyo y el creciente desinterés de quienes algún día coadyuvaron a encumbrarse.

Se percibe en la comunicación escasa o superficial, la ausencia de gestos que reconozcan su gestión y la poca valoración de sus decisiones como gobernante. De paso, cualquier parecido con nuestra realidad, en mera casualidad. El dictador vive confundido o justificando sus errores, pero la verdad evidente es que las señales de crisis están en el distanciamiento con su pueblo.

A menudo, vive en un constante malestar y falso convencimiento de que la población aún lo respalda; esa es la mayor mentira que se autoinflige.

Un claro ejemplo literario se encuentra en la obra “La fiesta del chivo” de Mario Vargas Llosa. Donde Rafael Leónidas Trujillo, el dictador dominicano, se muestra atrapado en su paranoia y negación ante la inminente caída, incapaz de entender que su poder se desmorona mientras se rodea de un silencio cómplice que no refleja ya el fervor ni la lealtad auténtica de su pueblo.

Por otro lado, un ejemplo histórico emblemático es el plebiscito de Venezuela de 1957, realizado bajo el gobierno de Marcos Pérez Jiménez el 15 de diciembre de ese año.

Su objetivo era consolidar un nuevo periodo presidencial de cinco años, que no sólo ratificaría su mandato, sino que garantizaría la elección automática de todos los candidatos de su movimiento político a instancias legislativas y municipales. Esto violaba abiertamente la Constitución venezolana de 1953, que él mismo promulgó para dar legitimidad, y que contemplaba elecciones directas, secretas y universales con competencia plural.

Sin embargo, el pueblo venezolano cambió su destino y sacó a ese dictador el 23 de enero de 1958, lo que llevó a Pérez Jiménez a huir a Santo Domingo, el coto cerrado de otro dictador, el del ejemplo literario antes referido.

Pérez Jiménez logró evitar un destino trágico mucho más duro que el sufrido por Nicolás Ceausescu, el líder comunista de Rumania. Ceausescu, junto a su esposa Elena, fue sometido a un juicio sumarísimo que terminó con su ejecución el 25 de diciembre de 1989, marcando el abrupto final de un régimen que sembró el terror y la represión en su país, sustentado en una policía secreta brutal que perseguía y oprimía al pueblo rumano.

De manera similar, Muamar Gadafi encubrió su mandato autoritario bajo la fachada de una “revolución” que pretendía traer libertad, socialismo y unidad, aunque todo era una gran mentira. Al final, Gadafi también fue derrocado y ejecutado por una población que ya no toleraba su dictadura ni sus abusos, un ejemplo claro de cómo la opresión termina por colapsar bajo el peso del desencanto ciudadano.

Como ven, esta reflexión apunta directamente a personajes que gobiernan con represión, concentrando el poder en sus manos, con escasa o nula tolerancia hacia el pluralismo político y la libertad de prensa. Son líderes como los esposos Ortega Murillo en Nicaragua, cuya trayectoria ha acumulado innumerables atropellos a la ley ya los derechos humanos.

De manera similar, Nayib Bukele en El Salvador ha sido señalado por muchos como un dictador encubierto o solapado, debido a su persecución sistemática contra defensores de derechos humanos y su creciente control sobre las instituciones. Algo similar dicen hasta del mismísimo Donald Trump.

Al final, la verdadera identidad de estos líderes se exhibe al desnudo ante la opinión pública, mostrando el dictador que siempre fueron. Un ejemplo histórico es el de Alberto Fujimori en Perú, quien inicialmente desplegaba una imagen de líder reformista y democrático, pero gradualmente fue revelando su autoritarismo al disolver el Congreso en 1992 y gobernar por decreto.

Su intento de ocultar este autoritarismo terminó con escándalos de corrupción y violaciones a los derechos humanos que lo llevaron a la condena y al repudio público, dejando claro que no se puede perpetuar una dictadura disfrazada por mucho tiempo sin ser descubierta.

Volviendo a Nicaragua, que ha vivido una historia turbulenta, con libertades condicionadas bajo continuas dictaduras. Primero la de la familia Somoza desde los años treinta hasta 1979, derrocada por los Sandinistas. Sin embargo, Daniel Ortega, quien llegó al poder gracias a esa liberación, repintó la historia con una dictadura propia. Durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, la presión venezolana contribuyó a la salida de Ortega, permitiendo la victoria de Violeta Chamorro en unas elecciones libres.

Derrotado, Ortega no desapareció: se refugió en el pueblo de Libertad en Nicaragua y planeó su regreso. Observando la situación venezolana, se acercó a Hugo Chávez, desde el primer viaje de éste a Cuba, recién salido de Yare, y logró el financiamiento de su campaña en 2006, con lo que retomó el poder en Nicaragua. Desde entonces, ha desmontado las instituciones nicaragüenses para establecer una dictadura que reprime la circulación, manifestaciones, pensamiento libre e incluso la expresión de la fe. Algunos opinan que su régimen ha superado la represión de los Somoza.

Como se sabe, en una sociedad democrática, las personas gozan de libertades fundamentales como la libre expresión, asociación y prensa. Pues bien, en Nicaragua, esas libertades se erosionan a diario bajo el régimen Ortega-Murillo, que controla espacios económicos, sociales, ideológicos y políticos, algo que en más de 60 años se ha agudizado en Cuba, con claros indicios de ello en Colombia y El Salvador.

Sin embargo, creo que el final de la dinastía Ortega Murillo se acerca. Rosario Murillo, copresidenta y esposa de Ortega, ha cometido desastres aún mayores que los esposos Ceausescu en Rumania. Lo más peligroso para ellos es el desinterés y la indiferencia creciente de su pueblo hacia el dictador; porque, cuando el soberano empieza a odiarlo, el declive se vuelve inevitable.

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