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Opinión

La próspera industria de las ilusiones Por: Humberto González Briceño

En el vasto repertorio de estafas políticas venezolanas, hay una que suele pasar de agache, agazapada entre la retórica heroica y las promesas de redención electoral: la industria de las falsas ilusiones. Un negocio redondo, aceitado por dólares, micrófonos y credulidad desesperada. Y no, no me refiero esta vez al chavismo, que al menos ya no se disfraza. Hablo de esos grupos, opinadores, influencers, analistas y políticos que, con una cara muy seria, venden espejismos de transición democrática mientras posan de resistentes.

El reciente desmentido del senador Marco Rubio a un reportaje del Miami Herald sobre supuestas conversaciones secretas entre Estados Unidos y el régimen de Maduro es un botón de muestra. Según el reportaje, había intenciones de «normalización», liberación de presos políticos y otros fuegos artificiales diplomáticos. Todo muy bien armado, pero absolutamente falso, como lo afirmó con contundencia el senador republicano: “Esta historia es completamente falsa” . Fin de la cita.

Lo interesante no es el error periodístico —la mala praxis es vieja conocida en los medios— sino lo que revela: hay demanda de ficción, y también una oferta bien organizada. No importa si se trata de reuniones que no existen, conspiraciones de Hollywood, elecciones libres que vendrán “si votamos masivamente”, o negociaciones que “van bien”. El objetivo no es informar, sino mantener viva la narrativa de que “algo está pasando”, cuando lo único que pasa es el tiempo… y el negocio.

Porque detrás de cada titular hueco, de cada rueda de prensa sin sustancia, hay un cálculo: mantener vigente una idea que reconcilie a los sectores más crédulos con la pasividad. Esa idea de que “todo está controlado”, que “Washington no nos va a soltar”, que “la comunidad internacional está atenta”. Mientras tanto, el régimen fortalece su blindaje militar, jurídico y represivo sin oposición real, y con una falsa oposición que firma las actas del fraude bajo protesta para poder seguir figurando.

La industria de las ilusiones tiene una característica perversa: exige fe, pero nunca resultados. Como el curandero que promete cura milagrosa si tomas la pócima exacta… pero siempre falta un ingrediente. La transición nunca llega, pero el evento, el foro, la primicia, la entrevista con “fuentes cercanas”, sí. El negocio prospera mientras el país se hunde. Y lo más obsceno: algunos de estos fabricantes de espejismos se presentan como “más opositores que nadie”. Si se les critica, acusan de divisionismo. Si se les ignora, redoblan el ruido.

Son, en cierto sentido, peores que el chavismo. Al menos el régimen actúa con brutal honestidad: reprime, roba, miente sin pudor. Pero estos ilusionistas de la democracia prestan su retórica y su prestigio para perpetuar el engaño, lucrándose emocionalmente —y a veces financieramente— de la desesperación popular. Viven de mantener viva la falsa promesa de que todo se resolverá pacíficamente, dentro del sistema, con las reglas impuestas por los mismos que destruyeron el país.

¿Quién fiscaliza a los ilusionistas? Nadie. Su fracaso no cuesta vidas (todavía), pero sí posterga soluciones. Su negocio no es derrocar dictaduras, sino administrarlas. Son los gerentes del desencanto: mientras más profunda es la desesperanza, más rentable es su mercancía.

Quizás, cuando todo esto acabe —si es que acaba—, tengamos que revisar no sólo el prontuario del chavismo, sino también la complicidad pasiva y activa de quienes hicieron carrera vendiendo salidas que sabían imposibles. Porque, como decía Borges (el destacado poeta, no el redomado demagogo), el peor pecado es no haber sido feliz. Y esta gente, encima, ni siquiera tiene la decencia de ser infeliz con sus mentiras. Solo sonríen, ante cámaras, mientras repiten: “Esto apenas comienza”.

Pero no. Esto no comienza. Esto se repite. Y ellos, los mercaderes de ilusiones, no quieren que termine. Demasiado rentable para eso.- @humbertotweets

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