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La rebeldía santa de una caraqueña Por Robert Alvarado

“La santidad no es un estado de perfección inalcanzable, sino una lucha diaria con las imperfecciones humanas”. Anónimo.

En estos días de octubre, que apenas comienza, cuando Venezuela anda buscando un poco de luz en medio de la penumbra, surge una figura que nos recuerda que la fuerza viene de adentro, no solo de milagros caídos del cielo. Hablo de la Madre Carmen Rendiles Martínez, esa mujer caraqueña que nació sin un brazo pero con un espíritu que no se dejaba doblegar por nada.

El 19 de este mes, en la Basílica de San Pedro, el Papa León XIV la declarará santa, la primera mujer venezolana en llegar a ese podio. No es solo un título eclesiástico; es un señal a todos nosotros para que nos levantemos, como ella lo hizo, con ingenio y coraje.

Imaginémosla de niña, en esa casa de El Paraíso, entre mangos y travesuras. Carmen Elena, como la llamaban en familia, no era la típica muchachita devota que uno ve en las estampitas.

Nació el 11 de agosto de 1903, tercera de nueve hermanos, en un hogar donde el deber y el cariño al prójimo eran ley. Pero le faltaba su brazo izquierdo, un detalle que podría haberla marcado de por vida.

¿Y qué hizo? Nada de victimizarse. Se encaramaba en los árboles de mango con sus hermanos, como si la vida fuera un juego de equilibrio. “¡Agárrense bien!”, gritaba, y allá iba ella, trepando con una sola mano, riendo a carcajadas. Esa niña peleona, obstinada, no pedía favores; los conquistaba.

Su padre, Ramiro Rendiles, secretario del Banco de Venezuela, les dio una vida cómoda, pero Carmen aprendió oficios que pocos esperan de una dama de época: cocina, bordado, hasta carpintería.

Se escapaba al taller del vecino Ramírez, donde martillaba madera con su mano derecha. Hoy, en el Colegio Belén, todavía se conservan sus creaciones: un armario sencillo, bases para floreros hechas de guacales reciclados. No era arte fino, sino puro ingenio práctico.

“Papa Dios me quitó un brazo para que no me distrajera con modas vanas”, decía con picardía, según cuentan sus cercanas. Esa era su forma: humor para desarmar prejuicios.

A los 15 años, ya sentía un empujón hacia algo más grande, pero no era el clásico llamado místico. Una debilidad pulmonar la mandó a Los Teques a recuperarse, y allí, entre oraciones y catequesis, se forjó su carácter. No fue fácil: visitó conventos y la rechazaron por su condición.

Carmen no se rindió; volvió a Caracas, dispuesta a vivir su fe en la calle, ayudando a quien pudiera. Hasta que, a los 24, la Madre Mercedes Aguerrevere la llevó a las Siervas de Jesús en el Santísimo Sacramento, recién llegadas de Francia. “Aquí me quedo”, dijo al cruzar la puerta, con esa determinación que la definía.

Entró el 25 de febrero de 1927, y pronto mostró su lado rebelde. Lavando ropa, su superiora le criticó las arrugas; Carmen, furiosa, casi hace maletas. Pero recordó las palabras de su madre: “No me gustan las que se casan y se divorcian, ni las que dejan el hábito”. Frenó el impulso, y de ahí nació su obediencia, no ciega, sino elegida. “Obedecer es un camino”, repetía.

En el noviciado, María Carmen, cocinaba, planchaba, todo con una mano, sin quejarse. Pero seguía siendo ella: bromista, líder natural. Con 33 años, ya era maestra de novicias; en 1947, superiora. Bajo su mando, la congregación creció: fundaron colegios como Betania, Santa Ana, Belén y Nuestra Señora del Rosario. No usaban hábito, por humildad, y se enfocaban en el servicio: hacer hostias, ornamentos, educar niños. Carmen vivía la pobreza con gracia; comía lo que había, caliente o no, ofreciéndolo todo. “Pasaba por la vida sin estridencias”, dice la Madre Rosa María Ríos, su sucesora.

El gran conflicto vino post-Concilio Vaticano II. Las francesas querían volverse instituto secular, cambiando el carisma. Carmen, con firmeza, consultó a sus hermanas y al episcopado. Con apoyo del Cardenal Quintero, separó la rama venezolana en 1965, creando las Siervas de Jesús.

No fue un capricho; era defender lo que creía esencial. Nombrada superiora general en 1969, lideró con autoridad y cariño, expandiendo a Colombia, Ecuador, España.

Su humanidad brillaba en lo cotidiano. Jugaba al escondite con novicias, preparaba almidoncitos para romper tensiones. “Era parca, pero con un humor que aliviaba”, recuerdan. A los 15 años de una hermana, le dio paciencia hasta que decidió quedarse. Incluso en el dolor: artritis deformante, un accidente casi fatal, urea alta. En su lecho, en 1977, bromeaba: “Agárrenme bien, porque así me van a llevar al ataúd”. Murió el 9 de mayo, a los 73 años de edad, dejando un olor a santidad que no era perfume, sino vida bien vivida.

Pocos saben de su conexión familiar: tía de Gustavo Cisneros, cuyo padre donó el terreno para el Colegio Belén. O cómo bordó el vestido de novia de su hermana Ana María. O su amor por la música, pintura, hasta deportes como cricket y béisbol, adaptándose con astucia. Hoy, su habitación es oratorio; sus restos, en Belén. El proceso empezó en 1995: venerable en 2013, beata en 2018 tras sanar el brazo de la doctora Trinette Durán. El segundo milagro: una joven en coma por hidrocefalia y meningoencefalitis, despierta en 2018, come pasta y camina. Inexplicable, como su vida.

En Venezuela, donde la esperanza anda escasa, esta canonización junto a José Gregorio Hernández es un llamado. No a rezar pasivos, sino a actuar con su rebeldía: trepar obstáculos, tallar soluciones, reír ante adversidades. La Madre Carmen no fue santa por nacer así; lo forjó en lo humano. Que su ejemplo nos impulse: a las mujeres, pilares de familias; a los jóvenes, en vocaciones; a todos, en la lucha diaria. El 19 de octubre, celebrémosla no como ícono lejano, sino como vecina que nos dice: “¡Levántate y anda, con lo que tienes!”.

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