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La vida a tasa de cambio Por Sandy Ulacio

La vida en Venezuela dejó de ser una rutina para convertirse en un ejercicio constante de supervivencia.

Es un drama que se repite cada mañana, donde la economía no se estudia en libros, sino que se siente como un puñal clavado en el estómago. La inflación galopante no es una estadística fría; es el verdugo que nos roba el aire, que nos sofoca.

​El salario del trabajador se esfuma antes de tocar la palma de la mano porque cada día que amanece, el dólar oficial, ese que debería marcar la pauta de estabilidad monetaria y anclaje de precios, da un nuevo salto, minúsculo en la cifra, pero devastador en el impacto.

Ese movimiento diario significa que la arepa de hoy ya es más cara que la de ayer. El poder adquisitivo del venezolano asalariado es una sombra que se encoge a la luz del mediodía, porque el bolívar, nuestra moneda, agoniza y, para muchos, se convertió en un papel sin valor que nadie respeta.

​Por eso, el país opera bajo las reglas de la economía de las sombras, donde el valor real de las cosas lo marca «el dólar criminal paralelo», una divisa que se cotiza en las esquinas oscuras de la especulación, movida por redes informales y, cada vez más, por la opacidad de las criptomonedas o billeteras digitales que indican el precio de la comida, la medicina, el repuesto. Ya no lo decide el Banco Central, sino una cotización volátil que nadie controla y que solo genera más miseria.

​La tragedia se vuelve aún más visible en las fronteras, donde hemos perdido toda soberanía monetaria. En el Táchira o el Zulia, se paga con pesos colombianos.

En el sur, cerca de las minas, se usa el real brasileño. Y lo más espeluznante de todo es el resurgimiento de un trueque primitivo: para negocios grandes o como el refugio de valor definitivo, se transan en gramos de oro.

​El venezolano ya no vive para prosperar; vive en un estado de angustia constante para convertir lo que gana en algo, lo que sea, antes de que el dólar vuelva a subir y lo haga inalcanzable.

Es una carrera en círculos donde la meta se aleja con cada respiración, y el único negocio verdaderamente rentable ha pasado a ser la especulación o la migración para ayudar a los que se deja atrás.

Es la historia de un pueblo condenado a la precariedad, donde el precio de la vida se recalcula minuto a minuto y donde urge enrumbar las políticas económicas; porque, de migajita en migajita, el estómago del más desvalido se va apretando y la salud abandona el cuerpo.

Somos un país privilegiado en muchos aspectos, pero mantenemos una deuda social pendiente con el asalariado y, más aún, con nuestros pensionados que piden todos los meses poder estirar sus ingresos para alimentos y medicinas.

Sandy Ulacio
Periodista

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