En muchas conversaciones con amigos y familiares, una gran cantidad de venezolanos adujeron que para vislumbrar el fin de este período humillante había que llegar al llegadero. Bueno, veámonos hoy, el llegadero llegó y nos hayamos expectantes ante la ruina y la miseria.
Lo triste de todo este asunto es que los países, contrario a los seres humanos, nunca tocan fondo como tal. Siempre la vida cotidiana puede ser peor y los ciudadanos, ineludiblemente, serán sujetos a nuevas formas de degradación. Formas las cuales, de por cierto, dado el suficiente tiempo, los individuos terminan aceptando y asimilando. Esto último es lo que se ha denominado en estas décadas como resiliencia.
Sé que la referida capacidad psicológica de superar traumas se ha visto como necesaria dadas las calamidades sinfín que experimentan los venezolanos, pero no nos engañemos, dicha capacidad no sirve de nada cuando la guerra que se vive nunca culmina. Si se quiere dar fe de ello, simplemente posemos la mirada sobre los pueblos que siguen bajo pesadillas totalitarias como Cuba, Corea del Norte o Irán.
Hay que enfrentar a la verdad sin tapujos y sin la mediación de eufemismos. El régimen narcoterrorista que ha desintegrado y usurpado al otrora Estado venezolano, nos quiere enfermos, muertos de hambre y aislados y, al parecer, lo están logrando.
Siendo así las cosas, la tragedia venezolana no se trata solamente de la sobrevivencia de una república o la resurrección de una democracia. Va más allá de eso, para nosotros, para cada venezolano, es vida o muerte, superación o perdición, progreso o estancamiento. Son nuestras vidas las que se están yendo al infierno en el medio de esta hecatombe.
Considerando lo anterior, es que uno se pregunta qué es lo que viene, cuando en realidad deberíamos estar preguntándonos qué deberíamos hacer. Ya en este punto, sabemos que para ser libres no podemos solos. No obstante, eso no nos excusa. Cada quien, según su capacidad, debe buscar erosionar a este régimen de la manera en que pueda.
Sin embargo, incluso cuando es cierto que al régimen hay que erosionarlo, también es cierto que enfrentamos grandes retos que se desligan de una clase de ruina más insidiosa que la puramente socio-económica. A los efectos de la liberación del país, la ruina moral y espiritual de los venezolanos es el mayor enemigo en lo doméstico.
Tenemos una clase política opositora con graves sospechas de corrupción encima, además de un historial de opacidad de cara a la ciudadanía. Igualmente, en dicha clase cunde la pequeñez moral cuando una y otra vez se privilegian intereses sectarios sobre el interés nacional.
Tenemos una sociedad entera que está atomizada por la repartición de agravios y culpas entre sus miembros. Cuando hablo de esto, no debe confundirse con perdonarle absolutamente nada a la tiranía. De lo que aquí se habla es del hecho que tenemos una sociedad que, tras un proceso de pauperización de dos décadas, busca compulsivamente culpables al no poder conseguir Justicia contra los principales victimarios. Tenemos venezolanos dentro del país resintiendo a los que están afuera, jóvenes resintiendo a las generaciones anteriores y así muchos ejemplos más. Nos hemos vuelto un cumulo de odios que falla en concentrarse en un solo punto.
De alguna forma u otra, la Venezuela socialista y narcoterrorista de hoy, ya en 2020, tiene a su favor un sostén que se basa en la corrupción generalizada, la intimidación y la disgregación de la sociedad. Ahora bien, también es sabido que los hechos sociales son difíciles de predecir. Se dice que cuando una fiera está herida es el instante en que es más peligrosa. Puede afirmarse esto del régimen, definitivamente, pero creo que hemos fallado en entender que esto también podría aplicarse al pueblo venezolano.
La ruina en su sentido material ha sido un mecanismo de control social para la tiranía, por cuanto ésta ha sacado ventaja de la confusión y el caos. Pese a esto, inclusive para el venezolano, hay grados de desolación que no son asimilables. El estómago ruje, la frustración crece y la ira hace acto de presencia hasta que ya no existen reservas, ni peros.
De darse, el tema estará en hacia dónde se verterá la furia popular. Si ésta logra concentrarse contra el enemigo real, podríamos ver posibilidades de quiebre. Si es lo contrario, podríamos entrar en un estado convulso de violencia y agitación entre nosotros. Una situación de tal naturaleza auguraría que nuestra transformación en un estado fallido es irreversible.
Ya estamos en la candela. Que nadie se equivoque, estamos en una guerra contra la perdición y ésta exigirá una altura moral por parte de todos nosotros para no caer en la locura y el frenesí autodestructivo. Ojalá podamos adueñarnos de nuestro destino, en vez de que el destino se nos imponga.
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