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Opinión

El Mandato de los Difuntos Por Eric Goyo

Del autor: El presente es el primero de cuatro ensayos con los que pretendo compartir mi visión sobre nuestras posibilidades de restaurar la salud social en una nación tan profundamente enferma como la venezolana. Llamar la atención acerca del estado distópico en el que hoy vivimos los venezolanos dentro y fuera de nuestras fronteras es inaplazable, debido al inocultable impacto que está teniendo nuestra precariedad espiritual en la atrofia de nuestro tejido social.

Decía Carl Gustav Jung que Aquellos que no aprenden nada de los hechos desagradables de sus vidas, fuerzan a la conciencia cósmica a que los reproduzca tantas veces como sea necesario para aprender lo que enseña el drama de lo sucedido. Interesante apreciación de uno de los primeros hombres que, con rigor científico, intentó aproximarse a los aspectos insondables del alma.

Nuestra realidad nacional necesita ser diagnosticada de la manera más precisa posible, con miras a encontrar el tratamiento más adecuado. Venezuela atraviesa una enfermedad crónica difícil de negar y requiere de cuidados intensivos con carácter de urgencia. Dado que una sociedad es la suma de los individuos que la componen, los enfermos somos las personas que la integramos. Esto quiere decir que, incluyendo a los hijos de esta patria que viven fuera de nuestras fronteras, somos los pacientes que debemos ser atendidos.

Estamos atrapados en un pasado que se niega a pasar la página y acompañar a sus muertos al cementerio. Vernos como una gran familia ayuda a entender cómo actúan sobre cada uno de nosotros, los condicionamientos impuestos por esas lealtades ancestrales colectivas en torno a las cuales gira la disfuncional dependencia que existe entre las víctimas y victimarios que protagonizan esta triste puesta en escena.

Enfrentarnos como presas y depredadores —en lo personal, en lo familiar y, por supuesto, en lo social— surge de los patrones heredados en los que los dolores y reclamos de las generaciones pasadas, sobreviven como saldos pendientes de una cuenta por pagar.

En 1989, comenzó la ejecución de un plan gestado en el caribe desde los años 60, cuyo objetivo inicial fue acaparar íntegramente la atención de los venezolanos hacia el hecho político. Como parte de los engranajes de esta sofisticada maquinaria de dominación, surgió de los oscuros laboratorios de manipulación psicológica, una categoría —aparentemente política e histórica— que cobró vida en Venezuela y a la que, en poco tiempo han querido darle una dimensión globalizante.

El socialismo del siglo XXI, más que la bandera propagandística de una élite ideologizante, debe ser visto como un entramado alienante cuya finalidad es degradar las capacidades socializadoras de los individuos, transgrediendo por distintas vías, la naturaleza aspiracional que nos define como seres humanos, y de la cual surge la necesidad de buscar nuestra realización personal.

El principal objetivo de tal adoctrinamiento es permitirle a la élite dominante controlar de manera absoluta e indefinida el poder del estado para su propio beneficio. A tales fines, obliga con suma habilidad al grueso de la población a que permanezca en un constante estado de precariedad, del que la única salida posible parece ser huir del país.

Esto no tiene nada que ver con un error que cometimos al elegir a tal o cual presidente, ni se trata tampoco de un accidente histórico. Estamos viviendo las rémoras de un descuido que se remota a los orígenes de nuestra nación, forjada con el sufrimiento de la negritud que fue extraída de su seno mediante la violencia, y con un maltrato que continuó al llegar a tierras americanas.

A estos vejámenes hay que sumarle el sometimiento de la población originaria, mermada severamente por enfermedades que no conocían y por las prácticas depredadoras de aquellos que, con espíritu de aventura y emprendimiento, también buscaban en las tierras recién descubiertas, superar las restricciones impuestas por un agonizante feudalismo.

Las implicaciones de nuestro mestizaje deben ser estudiadas bajo una nueva óptica. Durante los trescientos años de historia colonial, los códigos genéticos de la aspiración, la frustración y el resentimiento se fundieron en el ADN de una población que, aún en el presente, continúa a la espera de sus reivindicaciones.

Las élites que se han alternado en el poder desde 1830, forman parte de la mezcolanza étnica que terminó amalgamada por la inevitable atracción de la fuerza de gravedad ejercida por la libertad, la igualdad y la justicia dentro de un sistema de castas en vías de extinción.

Pero en lugar de procurar las reivindicaciones que las aglutinó, estas élites continúan representando la expresión más egoísta de quienes se ocupan de satisfacer sus aspiraciones individuales y las de su entorno más cercano. Por razones asociadas con las miserias humanas y la seducción que éstas ejercen cuando se ocupan cargos de elección popular, los propósitos bien intencionados se hacen a un lado para ceder el paso a aquellas acciones que favorecen, exclusivamente, los intereses particulares de las autoridades electas.

Desde hace mucho tiempo, se ha recurrido a manipular emocionalmente a las masas, solo para poner las manos sobre el erario público con fines personalistas, importando poco o nada ocuparse de tanta desigualdad. La cacareada democracia participativa y protagónica de la que nunca más se habló, lapidó el incipiente sueño inspirado por un modelo basado en la alternabilidad y la representatividad, el cual terminó lamentablemente profanado por la corrupción. Apenas pudimos saborear por escasos cuarenta años, los frutos de las libertades económicas y políticas que luego fueron satanizadas y secuestradas por la más reciente estirpe gobernante para sus fines de dominación.

Las tensiones que todas estas contradicciones han acumulado desde nuestros orígenes como nación, comenzaron a mover —cada vez con más fuerza— las capas tectónicas de la sociedad venezolana desde los años ochenta del siglo XX, hasta generar el sismo y las permanentes réplicas que vivimos los venezolanos desde 1999.

Hace poco descubrí, gracias a una experiencia familiar, que el pasado en el presente estorba, y creo que eso es lo que le está sucediendo a Venezuela. Este mar de fondo ha sacado a la superficie lo más tóxico de nuestra mentalidad colectiva y de nuestros condicionamientos heredados. Después de quinientos años, me luce que los excluidos, finalmente lograron hacerse con el poder.

Lastimosamente —a través de sus ejecutorias— ha quedado demostrado que la actual élite enciende el motor de sus acciones con la gasolina extraída de los restos fósiles del resentimiento, pero… ¿se podía esperar algo diferente de quienes siempre han tenido al dolor, la culpa, el castigo, la carencia, el odio y la rabia como sus principales referentes?

Al igual que lo haríamos con nuestros seres más queridos, cada uno de nosotros tiene ante sí una responsabilidad que no puede seguir evadiendo. Esos, que asumieron sobre sus hombros la pesada carga de mostrarnos nuestras partes más oscuras, nos están pidiendo a gritos que los ayudemos a liberarse para poder marcharse en paz y así, permitirnos restaurar la nuestra. Pero parece que no queremos escuchar. Parece que es más fácil hacernos los sordos y darles la espalda.

Tal vez sea más cómodo, pero sale más caro. Mientras decidamos ignorar el dolor que los aqueja y continuar desatendiendo su petición de auxilio, los obligamos a producir más sufrimiento, hasta que seamos capaces de darnos cuenta de que nuestra indiferencia es la pala con la que estamos cavando nuestra propia tumba.

Solo conseguiremos más oscuridad mientras sigamos siendo parte de las sombras en las que nuestros ancestros nos mantienen atrapados. Revocar el mandato de los difuntos no es tarea fácil ni breve, pero ese y otros temas serán tratados en los próximos ensayos, en los que también voy a ocuparme del inmenso poder de la intención, la atención y, sobre todo de las emociones, en la forma como, consciente o inconscientemente, creamos nuestra realidad.

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