Desde este ventanal, o mejor, desde el alma que se asoma a la Maracaibo que siempre fue y a la que, tercamente, se niega a morir del todo, uno contempla el espectáculo anual. Ya lo dijo el poeta: se nos vistió de Navidad, sí, pero con ese atavío de ilusión que siempre carga la desesperanza a cuestas.
Mírenla bien desde el aire, si tienen esa dicha. Parece que la hubiesen desparramado sobre la planicie como un gigantesco, caótico, pero conmovedor pesebre infantil.
Es el mismo que se armaba en los salones de clases de mi infancia con algodón por nieve y bombillitos que parecían estrellas; sí, esos mismos que si los pisabas descalzo te ponían a bailar sin saberlo hacer.
Visto así, de noche y a la distancia, la ciudad se convierte en un mapa estelar; un titilar intermitente que se enciende por sectores, se apaga por otros, y vuelve a encenderse donde menos se espera. Un ritmo sincopado, diría yo, que de música no tiene nada, pero de metáfora tiene demasiado.
Porque, estimados lectores, no es solo un momento de encendido, una ceremonia fugaz para la foto. ¡Qué va! Es una cadena de destellos y sombras que se extiende por el espacio de horas.
Se prenden las luces de las plazas a medio terminar, los adornos de la esquina comercial que sobrevive, y justo al lado, un sector completo se hunde en la negrura, dejando un hueco de olvido en el corazón del pesebre. Es esa bendita «iguana» que amenaza con caerse en cualquier poste vetusto, o peor aún, el transformador que lleva meses avisando su inminente estallido y que, con el primer pico de consumo por el aire acondicionado encendido, decide volverse pólvora.
Hay que ser honestos: la ciudad, nuestra Maracaibo indomable, merece vestirse de gala, y no solo vestirse para la ocasión. Un traje hermoso, impoluto, con todas las costuras en su sitio. Un manto de luces que no se apague al capricho de un kilovatio mal habido. Que no sea un milagro diario el que la electricidad se mantenga, o que el agua llegue, o que la basura no nos arrope.
Ahí va mi invitación, o mejor dicho, mi ruego cívico a quienes tienen la llave de la gestión y el poder: trabajen por la ciudad, no solo para adornarla. Porque para merecer el título de «ciudad vestida de Navidad», se debe contar con los servicios públicos básicos como cimiento, no como adorno.
Que la luz del pesebre sea un reflejo de la estabilidad y no solo de una esperanza que se prende y se apaga como la pobre lamparita del arbolito. Que el brillo no sea una ilusión, sino una realidad sustentable.
Mientras, seguiré contemplándola, a la espera de que el pesebre que vemos desde el aire, se parezca cada vez más a ese que recordamos de niños: encendido, completo, y sin miedo a la oscuridad.
Sandy Ulacio
Periodista
El titilar de Maracaibo Por Sandy Ulacio
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