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Hacia la normalidad electoral por Humberto González Briceño

En Venezuela, las elecciones dejaron de ser eventos democráticos hace rato.

Pero nada tan obsceno como lo que está en curso: unas elecciones regionales y legislativas —anunciadas por el chavismo para mayo de 2025— que pretenden no sólo legitimar el sistema, sino borrar el robo político más grotesco de nuestra historia reciente:

El de las presidenciales del 28 de julio de 2024. Participar en esas elecciones no es un acto de realismo ni de pragmatismo. Es un acto de complicidad.

La trampa está servida. No hay condiciones electorales mínimas. No hay árbitro confiable, no hay registro depurado, no hay equilibrio en el acceso a medios ni respeto a la legalidad.

Y, sobre todo, no hay memoria.

El chavismo sabe que su poder no descansa en votos, sino en la simulación de una democracia: necesita una oposición domesticada que asista al ritual electoral para que el mundo pueda seguir fingiendo que aquí todavía hay república.

Mientras tanto, el país real —ese que vive con tres empleos, sin agua, sin luz, sin justicia— ya no vota: Sobrevive.

¿Entonces por qué se convoca a elecciones?

La respuesta es tan burda como efectiva: porque hacen falta cómplices que le ayuden al régimen a pasar la página. Después del zarpazo del 28 de julio —cuando se le negó la victoria a la candidatura unitaria a través de un fraude sistemático, técnico, mediático y judicial—, el chavismo necesita oxígeno.

Y nada oxigena tanto a un régimen autoritario como una oposición que sigue jugando en su cancha, con su árbitro, con su guión.

La narrativa es conocida. Participar “para no dejar espacios vacíos”, “para no desconectarse del pueblo”, “porque es lo que hay”. Es el eterno regreso de la oposición que confunde presencia con poder, y sobrevivencia con estrategia. El resultado está cantado: un reparto de cuotas.

Algunos cargos aquí, unas curules allá.

Un premio de consolación ofrecido por el régimen a cambio de silencio.

Y todo independientemente de los votos. Porque eso es lo único que no cuenta en Venezuela: el voto.

Esta no es una crítica moralista. Es un diagnóstico estructural. El sistema electoral venezolano está diseñado para simular alternancia sin permitirla.

La única forma de que la oposición acceda a un cargo es que el chavismo así lo decida, no que el pueblo lo elija.

El sufragio, en este contexto, es una ficción útil: no para escoger representantes, sino para mantener funcionando la maquinaria de la dominación bajo apariencia de legalidad.

Pero hay algo aún más grave: al participar en estas elecciones, se convalida el despojo de 2024. Se legitima retroactivamente el crimen. Se le concede al chavismo el derecho de seguir convocando elecciones como si nada hubiera pasado.

Se borra el antecedente y se normaliza la usurpación.

El mensaje que se envía es letal: pueden hacer trampa hoy, y si convocan a votar mañana, aquí estaremos de nuevo, con la gorra tricolor y el tuit listo.

La política no es un acto de fe. Es un ejercicio de poder. Y todo poder necesita límites. El chavismo ya entendió que la oposición venezolana —o buena parte de ella— no está dispuesta a trazar líneas.

Siempre hay una excusa para volver a participar. Siempre hay un argumento para justificar la rendición. En nombre del realismo, se ha renunciado al sentido.

Hay que desmontar la lógica tramposa del sistema. Que hay que recuperar el conflicto como categoría política. Que hay que volver a hablar con claridad: sin condiciones, no hay elecciones.

Sin justicia, no hay convivencia. Sin verdad, no hay reconciliación.

Lo que está en juego no es una alcaldía ni una gobernación. Es la memoria.

Es la dignidad política de un país que fue estafado en cadena nacional y que ahora pretende ser convidado al olvido. Participar en esas elecciones no es un gesto democrático.

Es una coartada. Y ya basta de servirle de coartada a quien hace del fraude su forma de gobierno.

@humbertotweets

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