Muchas veces, luce difícil dar cuenta de los múltiples disparates que comete quien presume de famoso. De popular, importante o de admirado. Bien porque actúa como promotor de coyunturas. En asuntos de política. O simplemente, porque vive para sí mismo. Sin importarle lo que su actitud pueda revelar.
Sin embargo ese no es el problema que esta disertación quiere descifrar.
La vida es tan variable en todas sus manifestaciones, que resulta casi improbable o realmente imposible, dar cuenta de los disparates que el hombre comete en su afán de ostentar el poder que las circunstancias permiten.
El ejercicio de la política, podría ser el contexto mejor pensado para demostrar la validez de la hipótesis en cuestión.
De hecho, por donde la política pueda resistir una análisis de cierta envergadura, sin temor a verse descubierta en sus equivocaciones o yerros cometidos, sin duda que sería la ruta expedita para demostrar con buena certeza que los disparates son parte de la política. En todas sus manifestaciones.
Particularmente, toda vez que la política se vale de alguna tozudez para justificar sus acostumbradas improvisaciones que parecieran lucir oportunas para así disfrazar las críticas que atraviesan el contenido de las decisiones adoptadas.
Improvisaciones estas que suelen acompañar confabulaciones de las que se sirve el poder político para argumentar necedades que no pasan de ser gruesas y bestiales tonterías. Peor aún, sin posibilidad evidente de corregir sus consecuencias en el corto o mediano plazo.
En asuntos de política, el escepticismo como razón de desconfianza, puede sortear cualquier idea o propósito que tienda a ordenar procedimientos administrativos que atañen al sector público. Así ocurre, sin entender que tales propuestas fueron inercial o premeditadamente derivadas de profundos disparates realizados, pronunciados o decididos sin sentido de las exigentes realidades que circunscriben los hechos políticos acontecidos.
De la infinitud del disparate, en el fragor de la política
El problema que define cualquier situación en política, no necesariamente responde a lo que insinuó Robert Burns, el poeta de lengua escocesa más conocido, cuando refería que “si nos fuera dado el poder de vernos como nos ven los demás, entonces ¿de cuántos disparates y estupideces nos veríamos libres?
Pero el ejercicio de la política es tan complejo que quizás, sus más icónicos representantes suelen ser quienes mejor saben manejarse con la soltura necesaria y oportuna en el mundo del histrionismo, parodia o de burla dirigida.
Tal caracterización, para no encajarla dentro de otra categoría social que devele las perversidades que en la política se tienen como “destrezas”, son expresiones de la desfachatez que exhibe quien más suspicaz resulte ser frente a las complicaciones que, momento a momento, configuran la praxis política.
De esa manera, al politiquero en su oficio de “engañador de realidades” le resulta propicio actuar antes de comprometerse de cara a las crudas realidades que podrían afectarlo en su humanidad, expectativas y sentimientos.
De ahí que el politiquero en su quehacer diario, tiende a apegarse al escepticismo. De su aprovechamiento, se vale para llegar al otro lado de la situación en crisis. Pues acá, corre el riesgo de ser acusado, juzgado y hasta descalificado. En consecuencia, podría salvarse de la crítica capaz de derruirlo.
Y por tanto, de exprimir todo lo que de la demagogia puede servirse. Incluso, convertirla en un salvavidas en mitad de un fuerte vendaval político.
Así no sólo podría demostrarse la veracidad de la hipótesis al principio asomada. Sino también, comprobar que la vida no deja nunca de ser la ocasión para dar por hecho, a conciencia del hombre político, lo que significa en tanto continuidad capaz de simbolizar las dificultades que azoran el tránsito vital del político de oficio. Y asimismo, la urgencia de escapar de cualquier obstáculo que lo aprisione, de lo que el desorden administrativo incita desde el ejercicio de la política.
Por eso, el oficio del político sólo consigue sólido terreno para ganar el espacio que sus apetencias requieren, donde el disparate sea considerado justificativo de vida. O que se adopte como simbolismo de su actuación. Es ahí cuando se habla de la consagración del disparate (en política).
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