A pesar de que las muertes por sobredosis vayan en aumento, hay algunas buenas noticias importantes relativas al abuso de los opioides. Las tasas de consumo no médico entre los estudiantes preuniversitarios han disminuido en cerca del 83 por ciento desde 2002, cuando el 14 por ciento declaraba haber intentado alguna vez drogarse con analgésicos recetados. En 2021, ese porcentaje se había reducido al 2 por ciento. El consumo de heroína también presenta un acusado descenso: en 2021, solo el 0,4 por ciento de los estudiantes preuniversitarios declaraba haberla probado.
Esto es especialmente una buena noticia porque el consumo entre los adolescentes es un excelente predictor del rumbo de una epidemia de drogas: la inmensa mayoría de las adicciones comienzan en los últimos años de la adolescencia o en los primeros de la edad adulta. Dado que los opioides más mortíferos, como el fentanilo, se suelen vender bajo la capa de la heroína o los analgésicos con receta, esto es un buen augurio para la reducción de las muertes por sobredosis.
Sin embargo, para traducir este cambio positivo en una reducción de las adicciones duradera, es importante saber cómo varían las pautas del consumo de droga a lo largo del tiempo, en vez de contemplarlas como crisis aisladas asociadas a sustancias concretas.
La historia del crack nos enseña qué puede ocurrir cuando se ignoran las causas subyacentes de una crisis de drogas. En 1986, parecía imposible evitar las noticias sobre esta droga. Según Craig Reinarman y Harry Levine, autores de Crack in America, en julio de ese año, las tres grandes cadenas de televisión emitieron 74 bloques informativos sobre las drogas: alrededor de la mitad estuvieron dedicados al crack y advertían de que era una crisis y una plaga.
Pero las tasas de consumo de crack entre los estudiantes preuniversitarios empezaron a caer en cuanto se comenzó a recopilar datos, y antes de que el miedo al respecto motivara la inversión de miles de millones de dólares en vigilancia policial y encarcelamientos masivos. No se extendió de forma general a los distritos de clase media y, en su punto máximo, solo lo habían probado alguna vez el 5 por ciento de los estudiantes preuniversitarios. Para mediados de la década de 1990, los periodistas y los políticos estaban más preocupados por la moda “heroína chic”, y no se analizó a fondo el declive de la popularidad del crack.
Philippe Bourgois, hoy profesor de antropología en la Universidad de California en Los Ángeles, analizó las fluctuaciones del consumo de crack en el barrio latino de Harlem en su libro In Search of Respect, de 1995. Observó atentamente la vida de un grupo de jóvenes portorriqueños y negros que vendían y consumían droga. La mayoría de los vendedores a los que estudió habían trabajado antes en fábricas que estaban desapareciendo con rapidez en aquellos años en plena desindustrialización; la droga proporcionaba a estos jóvenes una nueva fuente de ingresos y una forma de evadirse del estrés causado por el desempleo y las oportunidades limitadas, de manera similar a lo ocurrido con los opioides con receta en los Apalaches.
Sin embargo, Bourgois me dijo que, no mucho después de que el crack fuese común en las calles, los niños pequeños empezaron a decir “you’re on crack” o “estás colocado de crack” para insultarse. El daño que causaba la droga era “muy muy muy” visible, dijo, y explicó que la gente perdía peso, se les caían los dientes y empezaba a actuar de formas que repelían a sus familiares y amigos. “Era terrible de ver”, dijo.
Cualquiera que consumiera crack “de forma habitual se convertía en un ejemplo negativo para todos a su alrededor: ‘No vayas por ese camino’”, dijo Reinarman, profesor emérito de sociología en la Universidad de California en Santa Cruz.
En consecuencia, dijo Bourgois, muchos jóvenes que vendían la droga se obligaron a abstenerse de su consumo, y buena parte de ellos aludían a la adicción de sus madres como razón para evitarla. “No querían tomar nada que consideraran una droga dura, porque veían cómo destruía a sus madres”, dijo. Sin embargo, esto no significa que dijeran no a todas las drogas: muchos consumían grandes cantidades de cannabis. Y eso no significa tampoco que los estresores económicos que de primeras empujaron a la gente al crack se estuviesen abordando correctamente.
Hoy, cuando el consumo de opioides entre los jóvenes va en descenso, puede que Estados Unidos se encuentre en otro punto de inflexión. “Con demasiada frecuencia, las epidemias de consumo de drogas siguen la curva clásica”, dijo Samuel K. Roberts, profesor adjunto de historia y ciencias sociomédicas en la Universidad de Columbia, que definió como aquellas que comienzan lentamente, alcanzan un pico y después decaen.
Una de las razones que explican este patrón puede ser la creciente visibilidad de los daños asociados a su consumo, en los medios y —quizá más importante— entre los familiares y amigos. “Lo que provoca su disminución es normalmente una serie de cosas, pero una de ellas suele ser el surgimiento de una percepción negativa de una droga concreta”.
Eso es lo que parece ocurrir ahora con los opioides, dada la tasa de mortalidad extraordinariamente alta. No existe el “fentanilo chic”: la droga se relaciona públicamente con la muerte súbita, la mendicidad y las infecciones cutáneas, no con la diversión.
“Sobre todo la gente joven está muy preocupada”, dijo Jeremy Sharp, coordinador de alcance de Students for Sensible Drug Policy, que moviliza a los jóvenes para que luchen por unos enfoques más compasivos en relación con las drogas. “Creo que muchos han sido testigos de lo que le ha ocurrido a gente de mi edad, o más joven, y que eso les quita mucho las ganas”. Sharp, quien tiene 35 años, dijo que había perdido a siete amigos por sobredosis en los dos últimos años.
Al igual que los jóvenes de la época del crack, esto no significa que los de hoy no estén tomando otras drogas. Existe un fenómeno conocido como “olvido generacional”, que identificó por primera vez Lloyd Johnston, responsable de la mayor encuesta nacional sobre consumo de drogas entre los jóvenes de los últimos 43 años. Consiste en que los jóvenes suelen evitar la droga que en ese momento sea la más temida; sin embargo, como tienen escasa experiencia con las que habían sido populares antes, son menos conscientes de sus peligros potenciales.
Esto da lugar a un ciclo ampliamente definido en el que, más o menos cada 10 o 15 años, se produce una epidemia de una droga distinta. La heroína, por ejemplo, fue el demonio de las drogas en la década de 1970; el crack, en la de 1980; la heroína, otra vez en la de 1990; la metanfetamina, en la de 2000; los opioides con receta, en la de 2010; y ahora, el fentanilo y otros opioides que se están vendiendo como heroína. Al considerar y atender cada crisis como si fuesen causadas por una sustancia concreta —sin comprender por qué persiste la adicción— perdemos la oportunidad de dirigir las políticas a reducir los daños asociados.
Un estudio publicado en la revista Science en 2018 reveló que, en vez de que empezara con el marketing del OxyContin a finales de la década de 1990 y principios de la siguiente, el aumento exponencial de las muertes por sobredosis en Estados Unidos comenzó en 1979. No por casualidad, la desigualdad económica empezó a dispararse en la misma época. Pero, en parte por el racismo y en parte porque las muertes tenían que ver con drogas diferentes que afectaban, en su mayoría, a grupos diferentes de regiones distintas —el crack en las ciudades y los opioides con receta en las áreas rurales— la tendencia al alza pasó desapercibida. Y, desde el punto de vista político, es más fácil culpar a las drogas que contrarrestar el estrés económico.
Las personas consumen drogas por un motivo. Normalmente, las que se vuelven adictas están lidiando con la desesperanza, el trauma o la enfermedad mental, y muchas veces con las tres cosas. Este dolor económico y social es el elemento común de todas las crisis de consumo de drogas. Mientras los legisladores no prioricen la mitigación del estrés que provoca que personas y comunidades concretas, enfrentándose a las pérdidas económicas y al trauma, sean especialmente vulnerables a la adicción, este ciclo vicioso no hará sino continuar.
Tomado del New York Times en español: Maia Szalavitz es colaborada de Opinión y escritora del mencionado medio, cuyo libro más reciente es Undoing Drugs: How Harm Reduction Is Changing the Future of Addiction.
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