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Opinión

Podridos por corrupción Por Antonio José Monagas

Tanto se ha hablado de corrupción, que la teoría política la considera entre los elementos que movilizan el ejercicio de la política. Sus efectos sobre el funcionamiento del sistema político, son notorios. Para el politólogo italiano Gianfranco Pasquino, “la corrupción es un factor de disgregación del sistema político”. Es decir, exhibe una controvertida influencia en las decisiones públicas toda vez que sus efectos afectan peligrosamente el centro del sistema. O sea, a su sistema nervioso causándole ilegitimidad al sistema político.

La corrupción es tan antigua como la misma prostitución. Tal vez, en su historia se halla la razón mediante la cual es comprensible el desequilibrio que su incidencia ocasiona. Sobre todo, en la administración de gobierno. Tanto como en las dimensiones ética, política, social, y cultural del ciudadano.

De corrupción, se ha escrito mucho. Sin embargo, continúa existiendo como problema suscitado por el abuso de poder que se hace desde cargos notorios. Así se hace posible obtener alguna gratificación. Aunque se hace alusión -generalmente- a la corrupción política, y a la corrupción administrativa. A pesar de estar representada por distintas figuras delictivas.

La cuestión de fondo

La cuestión de fondo no es la corrupción como hecho solapado y encubierto por la complicidad. O disfrazado de procedimientos administrativos que intentan desvirtuar, encubrir u ocultar el problema de corruptela. En lo particular, el problema adquiere connotación toda vez que sigue observándose sin que sus hechos consigan aminorarse. Indistintamente de las crisis que tocan la estabilidad del sistema político, la corrupción continúa dejando ver su racha de barbaridades.

La tentación que traba la corrupción, algunas veces, es la motivación que conduce a que la honestidad se vaya de bruces al cruzar la primera esquina. Es ahí cuando la extorsión, la prevaricación y el cohecho se asoman al festín de la corrupción al mejor estilo delincuencial.

La incidencia de un sistema político que se roce con patrones de gestión autoritarios o totalitarios, o que se identifique con dichas doctrinas políticas, alborota rápidamente la indecencia de la cual se sirve la corrupción para actuar a sus anchas.

En ello se explica la dificultad de defenestrar o expulsar a un régimen político salpicado y cundido de corrupción. Especialmente, si el actor que más poder detenta o se arroga del mismo, es de inspiración o procedencia militar o policial. Su injerencia en las decisiones públicas, se vuelve una excusa disfrazada de argumentos que buscan ajustar sus razones ante determinaciones que permiten el escamoteo de las finanzas públicas. Según conveniencias arregladas.

Es cuando de la oscuridad del autoritarismo, surge el amiguismo y el compadrazgo como mecanismos capaces de sensibilizar y ablandar niveles de decisión cuyas instancias y estamentos se hallan cercanos a los centros de organización y control de los recursos que habrán de ser esquilmados por los tentáculos de la corrupción.

Muchas veces, ello ocurre animado por la intención primigenia de afectar la gobernanza y la gobernabilidad de los sistemas políticos. Una vez consumado el susodicho propósito, la corrupción consigue dar con la puerta franca para actuar sobre el enriquecimiento ilícito que es el objetivo más apetecido de cuanta picardía puede caracterizar a funcionarios protagonistas de la corrupción en curso.

Y aunque los regímenes autoritarios desvíen su atención hacia el foco de la corrupción, y haya leyes que sancionen tales delitos, no debe dejarse de hacer ver a todos que el mundo político tiende a tolerar realidades que se subsumen en la corrupción. De manera que los problemas que atascan el crecimiento y progreso de países y sociedades, inducen a inferir que sus realidades políticas están ahogadas en corrupción. O para decirlo en tono fuerte y directo, son realidades atestadas de gobernantes y funcionarios podridos por corrupción.

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