En los mapas de la geopolítica actual, el Caribe vuelve a encender luces rojas, no por ser epicentro de grandes decisiones estratégicas, sino porque en sus aguas turbias flota un régimen que, en su agonía prolongada, intenta proyectar una influencia que no tiene y mendigar recursos con discursos que ya ni los más cándidos compran.
Nicolás Maduro, desde su palacio de espejismos, pretende vender al mundo la imagen de un estadista que articula un nuevo orden multipolar.
La realidad, sin embargo, es más prosaica: se trata del habitual ejercicio de mendicidad, disfrazado de audacia geopolítica.
El relato oficial insiste en presentarnos a Venezuela como actor clave en la construcción de un “mundo multipolar más justo y equilibrado”, como declaró Maduro en la cumbre del G77+China (La Habana, 2023). Pero basta escarbar un poco en esa narrativa para descubrir lo evidente: el régimen no articula ningún equilibrio de poder; apenas sobrevive gracias al patrocinio interesado de potencias extracontinentales que ven en Caracas un puesto avanzado para sus propios juegos, no un socio estratégico digno de respeto.
Rusia, por ejemplo, aparece en los discursos como el aliado que respalda a Venezuela frente a las presiones externas. Pero lo cierto es que Moscú ha usado el territorio venezolano como una carta menor en su propia partida con Occidente.
Las promesas de cooperación militar y los ejercicios conjuntos son más ruido mediático que sustancia: Lo que importa para el Kremlin son sus propios frentes en Europa del Este o Medio Oriente.
Las deudas de Caracas se acumulan, los contratos se diluyen y la “alianza estratégica” se reduce a escenificaciones que sirven para encarecer otras negociaciones rusas.
China, por su parte, mantiene una relación eminentemente pragmática: su interés es económico, su involucramiento político limitado.
Las líneas de crédito multimillonarias de tiempos de bonanza petrolera son ahora un recuerdo lejano.
Lo que queda es un país hipotecado, que entrega petróleo a descuento como forma de saldar compromisos adquiridos sin cálculo ni prudencia. Maduro habla de una “amistad de hierro” con Pekín, pero en los despachos chinos hay poco entusiasmo y mucho pragmatismo: Venezuela es un acreedor difícil, no un socio confiable.
Irán completa la tríada. Caracas y Teherán comparten el estigma de regímenes parias, y explotan esa condición en gestos y alianzas de propaganda.
El intercambio real es escaso: algunos barcos con combustible, técnicos que apenas logran mantener en pie las ruinas de las refinerías, y una retórica altisonante contra las sanciones.
El discurso oficial habla de hermandad y resistencia conjunta al bloqueo, pero lo tangible es apenas un trueque de miserias, adornado con retórica bolivariana y ayatolá.
En el Caribe, ese tablero que Maduro cree dominar, no hay estrategia sino pura improvisación. El régimen usa el escenario insular para puestas en escena: maniobras militares, visitas de embarcaciones amigas, cumbres sin trascendencia.
Todo mientras Venezuela ha perdido el peso que tuvo en la región durante el apogeo de Petrocaribe, cuando el petróleo aún compraba adhesiones y disimulaba fracasos.
El llamado “ajedrez multipolar” de Maduro no pasa de ser un juego de supervivencia en el que se mendigan recursos aquí y allá, se entregan posiciones geográficas o económicas a cambio de un respiro, y se disfraza la dependencia de supuesta autonomía.
Ninguna de estas alianzas ha rescatado al país del colapso, ni ha devuelto a Venezuela un protagonismo real en el escenario internacional.
Lo que queda es un régimen que sobrevive gracias a su habilidad para pedir sin rubor y dar lo que no le pertenece.
Multipolaridad, sí, pero de lujo pobre. Un lujo que Caracas no puede pagar, aunque insista en aparentarlo.

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