En Venezuela, el optimismo suele ser un deporte extremo. Una y otra vez, desde hace más de un cuarto de siglo, se escucha la misma profecía con tono de certeza absoluta: “Maduro sale. Con negociación o sin ella.”
Afirmación que más que diagnóstico político suena a plegaria desesperada o a marketing para crédulos. Lo mismo se decía de Chávez, con igual convicción y escaso sustento. Y aquí estamos.
La promesa —porque eso es, una promesa— tiene al menos una ventaja: ofrece consuelo. Pero tiene también una consecuencia perversa: inmoviliza. Si Maduro saldrá inevitablemente, por qué luchar. Si será depuesto por arte de magia, ¿para qué comprometerse? Esperemos pues, cómodos en la espera, a que otro haga el trabajo. Un “alguien” que nunca llega. En esa espera hemos envejecido generaciones y se ha consolidado un régimen que ha perfeccionado su vocación totalitaria a fuerza de tiempo, sangre y petróleo.
Pero detengámonos un momento en el núcleo de esta narrativa: que Maduro caerá “sin negociación”. ¿Qué significaría eso? Que el madurismo, por alguna razón inexplicable, decide entregar el poder por voluntad propia. ¿A quién? A sus adversarios, que no son solo la oposición formal, sino a una sociedad entera que desea, en su mayoría, el fin del chavismo en cualquiera de sus formas. Una hipótesis que exige una suspensión completa del sentido común.
Más aún, suponer que Maduro puede ser desplazado sin negociación implica imaginar un escenario de ruptura interna: una fractura en el régimen que derive en su implosión. Pero el madurismo, a diferencia del ya desgastado chavismo, se ha convertido en una estructura de poder vertical, autoritaria, militarizada y despiadada. No sólo ha sobrevivido al chavismo originario, sino que lo ha triturado sin remordimientos. El madurismo no comparte ni con sus muertos.
¿Entonces? ¿Qué queda fuera de la negociación? Solo la fuerza. Pero el uso de la fuerza implica dos actores posibles: uno interno, otro externo. Internamente, es inverosímil. Las Fuerzas Armadas no son una institución republicana sino un brazo armado del régimen. Su fidelidad no es ideológica sino mercenaria. Mientras el sistema garantice prebendas, ascensos y “emprendimientos” oscuros, no habrá rebelión sino obediencia. Quien aún crea en un alzamiento cívico-militar no ha entendido nada.
Y externamente… ¿quién, cómo, cuándo? ¿Estados Unidos? ¿La comunidad internacional? Pirotecnia retórica. Los fuegos artificiales del Departamento de Estado vienen sin pólvora. La geopolítica real se mueve por intereses, no por principios. Y hoy, el chavismo ofrece estabilidad criminal, pero estabilidad al fin. Ni Biden ni Bruselas arriesgarán un conflicto mayor por unos cuantos millones de venezolanos desechables.
Entonces, si no hay negociación, ni ruptura interna, ni intervención externa, ¿de dónde viene la confianza en la salida inminente? Del autoengaño. Es más fácil creer en soluciones mágicas que asumir el costo de la lucha. Es más cómodo esperar el milagro que construir un proyecto político serio, articulado, sostenido. De ahí el peligro de esa falsa creencia: no sólo es mentira, sino que desactiva.
Porque si Maduro se va “sí o sí”, lo único que resta es aguardar. Y en esa espera llevamos 25 años, repitiendo mantras, votando en elecciones fraudulentas, celebrando primarias sin consecuencias, adorando nuevos mesías que terminan abrazados al viejo orden. La repetición se ha convertido en doctrina.
No se trata de negar la posibilidad del cambio. Se trata de mirar el presente sin espejismos. Si la salida de Maduro es real, tendrá que ser construida. No sucederá sola. No ocurrirá por desgaste biológico, ni por intervención divina, ni por algún general arrepentido. Requiere estrategia, organización, ruptura con las estructuras fallidas de siempre y sobre todo, una voluntad política dispuesta a pagar el precio del conflicto.
Lo demás, es música. Cantos de sirena para una nación náufraga. Y como en los viejos mitos, quien no se amarra al mástil del pensamiento crítico termina estrellado en las rocas del conformismo. O lo que es peor: cantando también.
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