Resulta imposible negar el enorme tamaño de la crisis que, en todos los ámbitos de la vida pública, ha sido provocada por la incompetencia de un régimen cuyo tiempo se le terminó. Lo malgastó haciendo proselitismo político en su más vulgar sentido. Un proselitismo engañoso alentado por criterios populacheros y demagógicos. Tan tendenciosos han sido sus propósitos, que su praxis se volvió un lugar común desde donde se incitaron actitudes que hoy rayan con un fanatismo que, desgraciadamente, ha recurrido a la violencia en todas sus formas como recurso de poder político.
Los días que corren, se convirtieron en escenarios de declaración de fuerzas oficialistas que nunca han comprendido el papel que, inclusive, la propia Constitución Nacional establece. Más, cuando refiere que el mismo “se fundamenta en los principios de honestidad, participación, celeridad, eficacia, eficiencia, transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad (…)” (Art. 141). Sin embargo, las seguidas amenazas proferidas desde la cúpula del régimen, desdicen del deber de actuar en correspondencia con valores morales que exaltan la civilidad, el desarrollo del ciudadano y el respeto a su dignidad.
Si bien un gobierno no está hecho para la placidez y el provecho económico de los que gobiernan, tampoco está pensado para fungir de tribuna al asedio y agobio hacia el gobernado. Por tanto, luce contradictorio escuchar a exaltados gobierneros hablar de la preeminencia de los derechos humanos, la ética pública y el pluralismo político. Y luego, expresarse con afrentas hacia quienes se oponen a sus criterios represivos y antidemocráticos. No se dan cuenta que su modo de gobernar, al mejor estilo medieval, está convirtiéndolo en verdugo de sus palabras.
Ese personaje que ha manifestado sentirse orgulloso de contribuir a incentivar “(…) un pueblo libre, unido y solidario”, hoy se torna huraño, soez y pendenciero. Ese mismo personaje que exaltó propuestas dirigidas a apoyar “una sociedad más igualitaria y justa con el fin de seguir avanzando en la plena satisfacción de las necesidades básicas para la vida de nuestro pueblo (…)” (Del Plan de la Patria), hoy habla desde la rabia, el odio y el resentimiento.
Cada decisión oficial, más no constitucional, no deja de hacer notar el enfado que le causa al régimen saberse en las postrimerías de su tiempo. A pesar de estar aludiendo “que en Venezuela reinará la paz y la democracia (…)”. No hay pronunciamiento público que escape a exaltar y exhortar la paz como propósito de gobierno.
El problema en la óptica aristotélica
Cabe traer a colación, una frase de Aristóteles referente a situaciones que se fraguan en problemas echados al abandono por la soberbia del gobernante. Escribía Aristóteles que “todos los gobiernos mueren por la exageración de sus principios”. Precisamente, es la razón que viene desgastando al régimen “revolucionario” toda vez que ha pretendido henchir sus ínfulas de gobierno socialista, a partir de procesos políticos teñidos de primitiva “democracia”. Peor aún, confundido con actitudes de sumisión al recuerdo trasnochado de la figura del finado presidente cuyo legado se reduce a la descomposición que abate al Estado venezolano.
Así, el régimen busca acentuar el desconcierto en sus seguidores manipulando sentimientos de solidaridad y permitiéndose chantajear con aquello de “lealtad con la revolución”. Hoy, la cúpula gobiernera sigue arrogándose motivos para restarle alegría a un pueblo que se hastió del maltrato brindado mediante extremados controles. Pero también, para negar compromisos asumidos en la línea política de “avanzar en el desarrollo de un modelo de bienestar social que exalte la vida humana y así lograr la construcción de un sociedad justa (…)” (Del Plan de la Patria)
En el decurso de estos últimos años, la dirección emprendida por la “revolución” ha perturbado condiciones de calidad de vida que despertaron al venezolano del letargo que el populismo llegó a forjar. Mejoras en materia de pobreza y nutrición, se desgastaron casi por completo descalabrándose fuertemente el bienestar de la población. Todo esto hace ver que una gestión de gobierno no debe ni puede concretarse con base en mera palabrería sin apuntar a objetivos que logren concretarse. Prueba más fehaciente que los flojos resultados que el régimen consiguió en las elecciones del pasado 21-N, no hay.
Sólo avanzó del verbo esperanzador a la vulgar embestida ahora demostrada con la mayor alevosía posible en cada incursión de la mal llamada “Asamblea Nacional” en ejercicio. O sea, el país político, social y económico dejó ver con qué facilidad y prontitud se pasó del discurso adulador al chantaje destructor.
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