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#EEUU El “juicio del siglo”, desde dentro: el lugar donde Trump no es el rey

El expresidente pasa las horas en el juzgado de Manhattan empequeñecido, callado y humillado. Los neoyorquinos hacen cola para asistir a un espectáculo sin precedentes.

Hay que abrir el ojo antes de que salga el sol para ver sentado en el banquillo a quien fue -y, para muchos, sigue siendo- el ‘rey sol’ de la política estadounidense.

Cada mañana Donald Trump se hace carne y se hace vulnerable en el decimoquinto piso de un juzgado de Nueva York. Está acusado de cometer crímenes.

Las colas para entrar en el juicio -como todos, es público- se forman desde primera hora.

La prensa devora el proceso contra Trump y decenas de reporteros y ciudadanos acuden todos los días para tener hueco en esta cita con la historia, el primer juicio penal contra un expresidente de EE.UU.

La ventaja del madrugón es el espectáculo de las primeras luces del día anaranjado las torres de piedra del puente de Brooklyn y los cristales de los rascacielos del sur de Manhattan.

Todo es más oscuro cuando se llega a Collect Pond Park, una plaza encajonada entre edificios administrativos.

Uno de ellos, el edificio de los juzgados penales del condado de Nueva York. Un mamotreto ‘art-deco’, con la piedra de la fachada desgastada. Puro Gotham.

La acera de enfrente está tomada por los equipos de televisión, que delimitan su territorio con cinta aislante.

Son las seis y media de la mañana y la fila para entrar ya está formada. Excepto un puñado de sitios para ciudadanos, los asistentes para la sala del juicio están ya repartidos por las autoridades del juzgado a los principales medios de comunicación.

Hay un centenar de puestos más, también muy deseados, para seguir el juicio en una sala anexa. Esos son los que se juegan cada mañana.

Los primeros en la fila son ‘coladores’ profesionales. Hacen cola por dinero para periodistas de postín que quieren ahorrarse el madrugón. El primero de ellos lleva un parche en el ojo.

No quiere decir su nombre ni lo que cobra por la espera al relente.

«No te preocupes, que hoy entras seguro», dice, y apunta con el dedo al final de la fila, unas treinta personas más allá. La gran mayoría son periodistas. Hay ojeras y vasos de café de plástico.

Algunos ciudadanos hacen fila para intentar acceder a una sala anexa para seguir el juicio // J. ANSORENA

«No tenía nada que hacer hoy y pensé que sería interesante ver esto», dice Liam, un chico que justo ha acabado el instituto. Votará por primera vez el próximo noviembre y hoy verá en el banquillo al candidato a la presidencia de uno de los dos grandes partidos de la primera potencia mundial. «Es algo histórico».

Pero el peso de la historia no es la única razón por la que Liam, el resto de curiosos y la legión de periodistas han madrugado. También es porque es la única forma de verlo.

Este juicio no se retransmite por televisión, como ocurre en muchas jurisdicciones. La única forma de seguirlo en directo es venir temprano y ponerse a la fila.

A esas horas de la mañana, vuelve a destruirse el mito de la ciudad que nunca duerme. Apenas se está desperezando. Se oyen más pájaros que coches.

En un momento, todo lo ocupa el sonido de una campana. La lleva amarrada a la cintura un hombre desaliñado, con melena y barba canas. En cada paso, el cimbel percute. Lleva un crucifijo en la mano. En la espalda, un cartel con la leyenda:

‘Los tres mejores presidentes de la historia: George Washington, John Fitzgerald Kennedy y Donald Trump. Es uno de los muchos personajes excéntricos que aparecen en el entorno de Trump.

Está solo en esta plaza, dividida por vallas en dos zonas, una para los seguidores de Trump, otra para los contrarios.

En el episodio más estremecedor en lo que llevamos de juicio, un hombre se quemó aquí a lo bonzo, después de repartir octavillas conspiradoras. El hombre de la campana no quiere hablar. Solo levanta el crucifijo en dirección al juzgado, donde Trump está a punto de llegar.

Un seguidor de Trump levanta un crucifijo // J. ANSORENA

Hacia las ocho y media de la mañana, se acaba la espera. La policía de los juzgados organiza la fila y reparte unas cartulinas que serán el salvoconducto para todo el que ha pasado el corte.

Los agentes pastorean a periodistas y ciudadanos para atravesar la calle, salvar la maraña de andamios que rodea al juzgado, pasar dos controles de seguridad y llegar a la planta del juicio.

El interior es como uno se imagina un edificio oficial de una república soviética en descomposición. Vestíbulos grandiosos, con murales en los techos, pero sin lustre. Mostradores desnudos, vallas con óxido en medio de los pasillos, ventiladores industriales arrumbados. Un ascensor que tarda una vida en llegar al decimoquinto piso.

Esa es la zona de máxima seguridad del juzgado. Aquí el trato es casi penitenciario. Una vez en la sala, solo se puede salir con permiso de los agentes. Comer y beber -excepto agua-, prohibido. Tomar imágenes o grabar con el móvil suponen la expulsión inmediata y la puerta cerrada para el resto del juicio.

Ese trato también es para Trump. 

El multimillonario neoyorquino, adulado al extremo por donde va, líder de un movimiento que es casi un culto, que se mueve entre los oropeles de la Torre Trump y su mansión en Florida, con una popularidad en buena parte del electorado conservador que no ha menguado por el asalto al Capitolio o por sus imputaciones, aquí ya no sigue siendo el rey. Aquí manda el juez, Juan Merchan.

Seguidoras de Trump, como todos los días, se reúnen frente a la Corte Suprema neoyorquina // J. ANSORENA

Ambos aparecen en la sala y en la pantalla de circuito cerrado del anexo pasadas las nueve y media de la mañana. Por más que se repita cada mañana y por más que sea el juicio más endeble que enfrenta Trump -falsificación de documentos financieros para ocultar los pagos a una actriz porno para silenciar su romance antes de las elecciones de 2016-, la imagen es estremecedora: el hombre que tenía acceso al botón rojo -y que lo volverá a tener si gana en noviembre- juzgado por la comisión de crímenes.

Empequeñecido, limitado y humillado. Caminando por los mismos pasillos por los que desfilan traficantes y homicidas.

Pero nada debe enfurecer más a Trump que tener que estar callado y obedecer al juez seis o siete horas cada día, cuatro días a la semana, durante siete u ocho semanas.

El todopoderoso Trump no puede tomarse una Coca-Cola Light -su bebida favorita-, ni responder al juez, ni reaccionar, ni ir al baño cuando la próstata presidencial de casi 78 años lo requiera. Solo cuando Merchan lo permita.

Al mismo tiempo, el ejército de periodistas sigue al detalle cada una de sus reacciones.

Una reportera le ve cerrar los ojos y publica que se ha dormido. Otros registran cada gesto: cruza los brazos, inclina la cabeza, suspira. Más que nada, parece muy aburrido.

Entre quienes descifran al expresidente está Josh Cochran, un ilustrador que se levanta cada día a las cuatro y media de la mañana, coge su bicicleta y trata de estar en primera fila. Sus dibujos y los de otros ilustradores también sirven para contar el juicio, el juez solo permite un par de fotografías al comienzo de las sesiones.

«Es fascinante retratar todo lo que ocurre», dice. Asegura que creería que sería fácil retratar a Trump, quizá el rostro más conocido del mundo. Pero no es así:

«Su expresión siempre es mitad una cosa y mitad otra».

El silencio en la sala es sepulcral. Solo lo rompen los teclados aporreados por los periodistas cuando el juez, las partes o los testigos dicen algo interesante. Y hay mucho en este juicio, entre actrices porno, modelos de Playboy y muñidores sin escrúpulos.

Gregory Gold, un abogado denveriano que se desplazó hasta Nueva York para seguir el juicio // J. ANSORENA

«No hay nada mejor que venir aquí, es el mejor espectáculo ahora mismo en Nueva York», dice Gregory Gold, un abogado que ha venido desde Denver (Colorado) sin quitarse su sombrero y sus botas de ‘cowboy’. «Esto es mejor que ir a ver ‘Los miserables”.

Fuente AbCEspaña

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