Aunque la palabra “cola” tiene distintas acepciones que destacan un significado particular en zoología, en astronomía, deporte, informática, aeronáutica, botánica, moda, carpintería y geometría, principalmente, en el lenguaje coloquial expresa una postura, lugar, momento o nivel. Generalmente se habla, por ejemplo, de “hacer la cola”. De “estar a la cola” de una sucesión, serie o proceso. “Añadirse a la cola”. O cuando un hecho o vivencia “trae cola”.
Sólo que no es igual “hacer la cola” que “padecer la cola”. Entre ambas locuciones, hay una diferencia contrastada por el orden al que se someten quienes se colocan uno detrás del otro. Pero también, por el controvertido comportamiento que asumen quienes hacen “cola”.
Desde esta perspectiva, pudiera inferirse que el vocablo “cola” desdice de su presunción hermenéutica. Así pareciera comprenderse. Pues no es difícil dar cuenta que su sentido literal choca con el arreglo que su organización plantea. De modo que no cabría como sinónimo justo de “fila” o “línea”. Sobre todo, cuando su realidad no exhibe la disciplina necesaria que aplica la constitución y alineación de una “fila”.
Es el problema que deviene del significado de “cola”. Básicamente, cuando es por causa de gasolina. Como de forma apesadumbrada ocurre en un contexto de desorden, anarquía o desbarajuste. Tal cual como el que precede y preside el despacho de gasolina en una Venezuela en crisis. Totalmente perturbada.
El (des)gobierno venezolano, por ineptitud o por encubierta intención, prescrita por el proyecto político-ideológico que acompaña la gestión gubernamental, ha llevado al país al embrollo, barullo y enredo. Tanto así, que hoy Venezuela se sitúa en los últimos puestos de cualquier índice internacional de desarrollo político, económico y humano.
Un país que se distinguió por su capacidad operativa como ofertante de petróleo y sus derivados, se halla en el inframundo de la geopolítica. Sus devaneos publicitarios, afincados en lo que ridículamente ha llamado “socialismo del siglo XXI”, sólo sirvió para demostrar el carácter obtuso de las equivocadas políticas económicas asumidas.
Así, Venezuela fue reduciéndose como país petrolero. Al extremo que ni gasolina le quedó luego de actuar negligentemente ante la crisis económica, social y política que convulsionó la industria petrolera. Lejos de lo que fue, el país se convirtió en un “fantasma del desarrollo”. El régimen, acusado internacionalmente como “sistema de negocios ilícito”, provocó el descalabro de la economía que sustentaba la economía nacional.
En consecuencia, la crisis moral estalló en medio del desarreglo incitado por culpa de la impudicia que amparó al propio régimen socialista. El denominado “Plan de la Patria”, elaborado a instancia del proyecto político-ideológico sobre el cual se sembró la ola de antivalores que cundió por doquier, justificó muchos de los desafueros que hoy condenaron al país al abandono y al atraso.
Y es el abandono y el atraso, el terreno sobre el cual el régimen ha buscado -infortunadamente- revertir los problemas que su misma abulia, causó. De manera que no ha podido dar con la fórmula que permita el restablecimiento de la funcionalidad institucional de otrora. Y es porque no hay voluntad gubernamental. Ni para eso. Ni para otra cosa que no sea insistir en su imperfecta aritmética electoral. Aparte de los negocios que sigue blandiendo con su tesis de “soberanía y autodeterminación”. Así como de las oportunidades que se construyen, para favorecer la rampante corrupción.
¿Dónde aparece la corrupción?
Era el punto que faltaba para terminar el análisis que corresponde a la presente disertación. El de la “ávida corrupción”. Precisamente, es el ámbito en el que se perfila el negocio de la gasolina. El mismo, activado con la parafernalia que permite la “ávida corrupción”, constituye un pingüe negocio que permite usufructuar el espacio necesario para engrosar el peculio de quienes se creen “administradores del abuso”. Aunque a una escala menor de la que ha caracterizado otros delitos de esta misma estirpe cometidos en las alturas del poder.
Luego de haber descapitalizado la industria petrolera mediante la corrupción a una “desproporcionada escala”, el oprobio del régimen consiguió en tan desvergonzada realidad el espacio político (mínimo necesario) para mantener el populismo que cimienta el vulgar proselitismo de calle puesto en marcha.
La pretensión de ampliar el rango de oportunidades para lidiar con la pobreza crítica, tal como lo aduce el manido Plan de la Patria, adquirió consistencia de criterio popular. Así cualquiera, con ínfulas de furibundo “comandante de orilla”, puede aprovecharse de la necesidad de todo venezolano urgido de movilizar su vehículo (indistintamente de la razón que tenga) para imponer su propia ley. ¿Cómo no denigrar de tan desvergonzada realidad en donde los abusadores hacen de dicha ocasión sus “suculentas” navidades?
Y ahí tienen cabida, factores políticos (representativos de la seguridad pública, fundamentalmente). Llámense oficiales de policía, militares, actores del oficialismo.
A estos se suman, oportunistas y aprovechados. Estos son los actores de coyuntura, quienes hacen que tan bregada diligencia de comprar el combustible más caro del mundo, se haya convertido en lo que impúdicamente puede representar: el grosero calco de una dictadura ausente de derechos humanos. Aunque cualquier parecido con alguna realidad, sería pura casualidad. Sin embargo, el problema aludido aproxima a verse cual dictadura de marras. O más aún, se confunde con lo que es la dictadura de las “colas”.
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