Ante esta crisis antropológica, política y económica que vive Venezuela, con un Estado deletéreo y una sociedad criminógena; compuesta por un 90% de mentalidad de pobre. Una sastrería jurídica al servicio del Poder Ejecutivo. Les dejo como reflexión el siguiente cuento de Anthony de Mello.
En una aldea China, hace muchos años, vivía un campesino junto a su único hijo. Los dos se pasaban las horas cultivando el campo sin más ayuda que la fuerza de sus manos. Se trataba de un trabajo muy duro, pero se enfrentaban con buen humor y nunca se quejaban de su suerte.
Un día, un magnífico caballo salvaje bajó las montañas galopando y entró en su granja atraído por el olor a comida. Descubrió que el establo estaba repleto de heno, zanahorias y brotes de alfalfa, así que ni corto ni perezoso, se puso a comer. El joven hijo del campesino lo vio y pensó:
¡Qué animal tan fabuloso! ¡Podría servirnos de gran ayuda en las labores de labranza!
Sin dudarlo, corrió hacia la puerta del cercado y la cerró para que no pudiera escapar. En pocas horas la noticia se extendió por el pueblo. Muchos vecinos se acercaron a felicitar a los granjeros por su buena fortuna ¡No se encontraba un caballo como ese todos los días! Le dijeron tienes un precioso caballo que no te ha costado ni una moneda… ¡Menudo regalo de la naturaleza! ¡A eso le llamo yo tener buena suerte!
El hombre, sin inmutarse, respondió: ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Los vecinos se miraron y no entendieron a qué venían esas palabras ¿Acaso no tenía claro que era un tipo afortunado? Un poco extrañados, se fueron por donde habían venido.
A la mañana siguiente, cuando el labrador y su hijo se levantaron, descubrieron que el brioso caballo ya no estaba. Había conseguido saltar la cerca y regresar a las montañas. La gente del pueblo, consternada por la noticia, acudió de nuevo a casa del granjero. Uno de ellos, habló en nombre de todos.
Venimos a decirte que lamentamos muchísimo lo que ha sucedido. Es una pena que el caballo se haya escapado ¡Qué mala suerte! Una vez más, el hombre respondió sin torcer el gesto y mirando al vacío.
¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Todos se quedaron pensativos intentando comprender qué había querido decir de nuevo con esa frase tan ambigua, pero ninguno preguntó nada por miedo a quedar mal.
Pasaron unos días y el caballo regresó, pero esta vez no venía solo sino acompañado de otros miembros de la manada entre los que había varias yeguas y un par de potrillos. Un niño que andaba por allí cerca se quedó pasmado ante el bello espectáculo y después, muy emocionado, fue a avisar a todo el mundo.
Muchísimos curiosos acudieron en tropel a casa del campesino para felicitarle, pero su actitud les defraudó; a pesar de que lo que estaba ocurriendo era algo insólito, él mantenía una calma asombrosa, como si no hubiera pasado nada. Una mujer se atrevió a levantar la voz:
¿Cómo es posible que estés tan tranquilo? No sólo has recuperado tu caballo, sino que ahora tienes muchos más. Podrás venderlos y hacerte rico ¡Y todo sin mover un dedo! ¡Pero qué buena suerte tienes!
Una vez más, el hombre suspiró y contestó con su tono apagado de siempre: ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Pasaron unas cuantas jornadas y el hijo del campesino decidió que había llegado la hora de domar a los caballos. Al fin y al cabo eran animales salvajes y los compradores sólo pujarían por ellos si los entregaba completamente dóciles.
Para empezar, eligió una yegua que parecía muy mansa. Desgraciadamente, se equivocó. En cuanto se sentó sobre ella, la jaca levantó las patas delanteras y de un golpe seco le tiró al suelo. El joven gritó de dolor y notó un crujido en el hueso de su rodilla derecha. El médico inmovilizó la pierna rota del chico y comunicó al padre que tendría que permanecer un mes en reposo sin moverse de la cama.
El panadero, que había salido disparado de su obrador sin ni siquiera quitarse el delantal manchado de harina, se adelantó unos pasos y le dijo al campesino: ¡Cuánto lo sentimos por tu hijo! ¡Menuda desgracia, qué mala suerte ha tenido el pobrecillo! Cómo no, la respuesta fue clara: ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe! Los vecinos ya no sabían qué pensar ¡Qué hombre tan extraño!
Una tarde que estaba medio dormido dejando pasar las horas, entró por sorpresa el ejército en el pueblo. Había estallado la guerra en el país y necesitaban reclutar muchachos mayores de dieciocho años para ir a luchar contra los enemigos.
Usted tiene un hijo de veinte años y tiene la obligación de unirse a las tropas ¡Estamos en guerra y debe luchar como un hombre valiente al servicio de la nación!
El anciano les invitó a pasar y les condujo a la habitación donde estaba el enfermo. Los soldados, al ver que el chico tenía el cuerpo lleno de magulladuras y la pierna vendada hasta la cintura, se dieron cuenta de que estaba incapacitado para ir a la guerra; a regañadientes, escribieron un informe que le libraba de prestar el servicio y continuaron su camino.
Muchos vecinos se acercaron, una vez más, a casa del granjero. Uno de ellos, exclamó: Estamos destrozados porque nuestros hijos han tenido que alistarse al ejército y van camino de la guerra. Quizá jamás les volvamos a ver, pero en cambio, tu hijo se ha salvado ¡Qué buena suerte tenéis! ¿Sabes qué respondió el granjero?… ¿Buena suerte?
¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Un cuento que merece la pena, y mucho, detenerse a reflexionar. Todo lo que a primera vista parece un contratiempo puede ser un disfraz del bien. Y lo que parece bueno a primera vista puede ser realmente dañoso. Así pues, será postura sabía que dejemos al tiempo decidir lo que es buena suerte y mala suerte, agradeciendo lo bueno que nos traiga.
Por eso: ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe! ¡Mientras exista oxígeno en los pulmones, habrá vida, donde hay vida habrá oportunidad! Vayamos con Fe y volvamos con Alegría. Feliz 2024.
Gervis Medina
Abogado-Criminólogo
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