Donald Trump, enfilado a su segunda presidencia gracias a la ayuda de los demócratas, confirmó el martes que es un especialista de Marketing único, de alto vuelo. Ya lo había demostrado en la campaña anterior cuando contra todo pronóstico ganó las elecciones a Hillary Clinton, la favorita.
El martes, en su tercer mensaje a la nación en el Congreso, se sobró con una mise-en-scène donde presentó a uno de los soldados que los gringos tienen regados por el mundo cuidando los bienes del Imperio, cuya familia se sorprendió al verlo llegar de pronto, emocionando a todos los presentes, como en esos programas lacrimosos mexicanos que tanto
gustan a los ciudadanos de a pie. Eso, y la condecoración a un americano centenario que representaba a todo el pueblo de los Estados Unidos, fueron un regalo para los ojos de un país que todavía no sabe qué pensar de su Presidente: si es un loco, un atrabiliario, un manipulador o un hombre que los devolverá al pasado glorioso de Neil Armstrong y John Wayne.
Lo cierto es que Trump, sometido a un juicio alocado por los demócratas suicidas de esta época, ofreció un discurso en el cual se refirió a sus logros en la economía, que los tiene, y muchos, sin referirse en momento alguno al Impeachment en el que se metieron sus adversarios políticos contra todas las advertencias de sus mismos analistas al alertarlos de que ese juicio era un error, un cul-de-sac del que les sería imposible salir sin morder el polvo de la derrota. Y, de paso, se dio el lujo de ignorar a la poderosa jefa del parlamento, Nancy Pelosi, a quien dejó con la mano estirada, cosa que de ninguna manera la corresponde a un caballero por mucho que haya sido despreciado por la dama in comento. Pero, vamos, todos sabemos que Trump es cualquier cosa menos un caballero de capa y espada, y no creo que tenga otro interés que el de demostrar la fuerza que le da la Presidencia en el país más poderoso del mundo. Lo cual hizo también esa noche al ratificar el apoyo de su gobierno a Juan Guaidó, a quien, de pie, demócratas y republicanos le ofrecieron una ovación en acto único, inédito, de demostración de respaldo que no terminará, como dijo Trump, hasta devolverle la democracia al país de Bolívar, mancillado por una casta política irredenta que reniega de las normas de la decencia que deben regir la conducta de los seres humanos.
Guaidó, humildemente como correspondía, agradeció el apoyo con gestos suaves, con una expresión de asombro en el rostro juvenil, quizás porque todavía no se ha percatado del sentimiento que está generando en el mundo su lucha solitaria por un país cuyos ciudadanos están dormidos, sumisos, como si la cosa no fuera con ellos, mientras algunos desadaptados no hacen sino buscarle los puntos débiles para criticarlo y otros, más desvergonzados, vendidos impunemente al régimen, anuncian investigaciones en contra suya, como si las leyes se hubieran volteado, trastocado, para autorizar a los delincuentes a investigar a los policías.
Este espaldarazo de Trump y el Congreso al pueblo representado en Guaidó, me trajo el recuerdo de las palabras de un viejo comunista prochino cuando hace años me hablaba de la URSS y del imperio norteamericano.
-Yo, a la Unión Soviética no le temo – me decía – . Ese es un viejo armatoste que en cualquier momento se cae por la torpeza de sus dirigentes. Le temo a los gringos porque esos carajos no olvidan, no perdonan y cuando dicen que te van a joder, te joden. Hoy, mañana o pasado, pero te joden.
¡Qué vaina!, ¿no?
Alexis Rosas
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