16 niños denunciaron a mediados de los 90 que su pequeño pueblo era una secta satánica sin piedad liderada por un párroco cruel y vicioso. Todo era inventado
Cuando los hijos del periodista Pablo Trincia tenían tres y cinco años, hacia 2015, él llegaba a casa cada noche con «una película de terror» en la cabeza. En su mente otros niños, también italianos como los suyos, eran sodomizados con hierros incandescentes, bebían sangre, eran decapitados, o forzados a cometer las mayores atrocidades con sus hermanos.
A Trincia (Leipzig, 1977) le costaba un mundo dormir. Se acercaba a la habitación donde yacían sus hijos cada noche y les observaba respirar. Pero no eran aquellas imágenes las que le causaban miedo. Trincia no proyectaba en sus hijos aquel horror. En realidad, aunque parezca imposible, proyectaba uno mucho mayor.
De padre italiano y madre persa, Trincia había construido una sólida carrera en la prensa y la televisión italianas hasta que algo le había hecho caer del caballo.
Sucedió en África durante la crisis del ébola de 2014, cuando trabajaba como reportero del programa Le Iene, de Mediaset.
«Buscábamos víctimas del virus y una mañana conseguimos muy buenas tomas de un hombre que acababa de morir».
Volviendo a la seguridad occidental del hotel, satisfecho por el hallazgo, a Trincia se le hizo un nudo moral en su interior: ¿qué hacía allí, feliz rodeado de muerte? ¿Hacia dónde estaba yendo?
Regresó a Italia y observó de nuevo su vida profesional desde la distancia africana. «Me di cuenta de que yo no quería eso». Había viajado buscando material televisivo por toda Latinoamérica, por África, «pero necesitaba otra cosa». Trincia quería contar algo que alumbrara verdades, construir un espejo en el que pudiéramos vernos tal y como somos.
Se sentó ante un ordenador. Comenzó a juguetear con Google. «Y así surgió», cuenta hoy. Sin saber cómo, de pronto se encontró teletransportado a 20 años antes, y a una zona muy alejada, tanto geográfica como socialmente, de su confortable casa en Milán. Trincia comenzó a habitar mentalmente en una ignota región cerca de Módena, una zona pobre, desolada.
El lugar donde, a mediados de los años 90 se había erigido uno de los mayores horrores jamás publicados en la prensa italiana. Un caso denominado por los tabloides (y no tabloides) «Los diablos de la Baja Módena»: hasta 16 niños habían sufrido abusos inimaginables por parte de sus propios padres y tíos, que conformaban una secta satánico/lírica que organizaba rituales a plena luz del día en cementerios y lugares de este tipo, todo organizado por el párroco de la zona que, bajo una fachada de abnegado salvaalmas, en realidad era un ominoso pederasta que disfrutaba desmembrando cuerpos de menores, y pergeñando cada noche un nuevo e imaginativo holocausto caníbal.
Excepto por un detalle: nunca hubo ninguna secta. Los padres y tíos no le hicieron nada a sus hijos y sobrinos. El cura era, en general, un buen hombre. No hubo decapitaciones, ni ingestas de sangre, ni hierros candentes penetrando en trémulos cuerpos infantiles.
Pero lo que sí hubo fueron medio centenar de condenas de cárcel, el suicidio de una madre inocente separada de su hija, decenas de niños que perdieron contacto -hasta hoy, cuando usted lee estas líneas- con sus padres, y viceversa. Y un sistema de Justicia y mediático -dejémoslo en sistema- que inventó todo ese horror, dividió a los personajes de la charada en culpables e inocentes, y practicó una insoportable cirugía judicial en decenas de familias hasta -a ellas sí- desmembrarlas de forma irreversible.
Creemos que tenemos un vínculo fortísimo con nuestros hijos, pero puede romperse para siempre y no queremos aceptarlo
Pablo Trincia observaba a sus pequeños 20 años después, con ese horror en mente, y pensaba, como comentaba la semana pasada a este diario: «Creemos que tenemos un vínculo fortísimo con nuestros hijos y con nuestros seres queridos. Nos gusta pensar eso. Pero no lo es. En realidad, con poco que pase ese vínculo puede romperse para siempre. Y no estamos preparados para aceptarlo».
Con el horror que fue recogiendo poco a poco, con decenas de entrevistas, sumarios judiciales y pesquisas de todo tipo, Trincia se salió entonces de la económicamente jugosa rueda televisiva, y compuso un pódcast que, en la línea del estadounidense Serial, fue hace cinco años todo un boom en Italia. «De pronto descubrí que podía producir yo mismo mis historias y llegar a un público amplio».
Ahora, cerrando aquel círculo, se publica en España Veneno (Ariel), el libro en el que recoge, con pulso novelesco, aquella investigación, fundada sobre todo en lo publicado al respecto del caso, pero enriquecida con decenas de testimonios y perspectivas una vez emergió que el caso de los pederastas de la Baja Módena, aquel horror absolutamente cinematográfico, había sido en realidad el caso de los psicólogos forenses de la Baja Módena. Quienes forzaron a unos niños a inventarse todo un universo paralelo que acabó «fagocitando sus propias vidas».
Trincia saca algunas enseñanzas del caso: «Todos necesitamos atribuir a unas pocas personas todo el mal posible para pensar que nosotros no somos malos y que ese mal no nos va a afectar, que no nos va a atrapar. Pero no es así. El mal está en todas partes, también en nosotros mismos». La mirada ajena, la audiencia de los medios, también ayudó a crear todo aquel dolor: el de padres e hijos separados, «la mayor parte de ellos, de por vida».
Trincia describe con un estilo muy directo, se diría que listo para ser guionizado y rodado, cómo un buen día de 1996 Dario Galliera abre la caja de los truenos. Dario, a quien Trincia llama child zero, el niño cero, es entonces un crío malnutrido y esquivo de nueve años cuando los servicios sociales de Massa Finalese, uno de estos pueblos de la Módena povera, intentan salvarlo de un presente de hambre y soledad.
Su padre, Romano, es el ancla con el que Trincia afianza el arranque de la historia a la marginalidad: borrachín, jugador y padre de cinco hijos, no es capaz siquiera de darles de comer.
El mecanismo es sencillo: te sacan de tu casa a los ocho años y te colocan ante unos adultos que te demandan algo que les puedes dar
Dario, que ha acabado en una familia de acogida, es en principio tan esquivo ante las psicólogas de los servicios sociales como en clase, pero una de las profesionales se convence de que debajo de ese aire autista hay algo más. Después de varias sesiones emerge un detalle: Dario refiere tocamientos de su hermano Igor, 15 años mayor que él. En la cabeza de esa psicóloga, Valeria Donati, las piezas comienzan a encajar. Por suerte, Donati, una profesional joven y ambiciosa, es experta en una técnica entonces muy en boga, la del desvelamiento progresivo, gracias a la cual su pequeño paciente irá poco a poco recordando más y más detalles: todo un árbol de niños que han participado en otros abusos y de adultos que han disfrutado de ellos.
En realidad, Dario sólo buscaba lo que cualquier otro niño: «Aceptación», explica Trincia. Nunca había tenido un verdadero hogar y al fin lo había hallado frente a aquella psicóloga que recibía como oro cada nueva invención.
«El mecanismo es sencillo», cuenta el periodista, «tienes ocho años y la Policía te saca de tu casa y te coloca en un entorno nuevo, con otros niños y con unos adultos que demandan de ti algo que les puedes dar. En cuatro, cinco horas ya no son tus padres quienes te cuidan, sino otros adultos a quienes tienes que recompensar».
Los niños, esos supervivientes a quienes creemos conocer, «son capaces de decir las mayores mentiras para salir adelante», dice el autor.
Los niños son capaces de decir las mayores mentiras para salir adelante, un infierno que existía en la cabeza de los adultos pero sólo unos niños podían crear
Conforme los velos de su presunta memoria comienzan a caer, en torno a Dario se materializa «un infierno que existía en la cabeza de unos adultos, pero que sólo unos niños podían crear». Hasta 16 menores llegan a denunciar crímenes, a cual más imposible. «Una niña llega a contar que todos los días a las cinco de la tarde, al salir del colegio, sus padres la llevan al cementerio del pueblo, que está junto a unas casas habitadas, y allí, a plena luz del día, ella decapita a otros niños cuyos cadáveres jamás se encuentran porque la secta los hace desaparecer, y nadie los reclama porque supuestamente son refugiados bosnios. ¡La niña cuenta eso y un juez se lo cree!».
Surge la tentación, ante tanta irrealidad, de atribuirlo todo a la marginalidad, de colgarle a la ignorancia el haber dado pábulo a locuras semejantes. Trincia la ahuyenta:
«No, no. El sistema se lo creyó completamente, se lo tragó. En realidad, los campesinos se reían de estas historias, las creían imposibles. Fueron otros, los que tenían estudios, los jueces, abogados, procuradores y psicólogos, los que se les dieron credibilidad. Y fueron adelante con los procedimientos, condenaron a los padres, y destrozaron las vidas de aquellos menores que, en realidad, sólo estaban jugando a ser queridos, a ser mayores, como cualquier niño, de entonces y de ahora».
Veneno contextualiza con acierto la psicosis de aquellos años en torno a los rituales pseudo-satánicos. Una curiosa moda finisecular que hoy puede sonar exótica, pero que en aquel entonces se materializó, por ejemplo, en el éxito del libro Michelle remembers (1980) sobre una niña estadounidense presuntamente abusada gracias a la hipnosis. La obra vendió millones de ejemplares y causó decenas de réplicas en el EEUU de los 80, pero resultó ser completamente ficticia. Claro, que también ha habido historias reales: el impacto del caso del pederasta belga Marc Dutroux fue enorme en la Europa de los años 90.
Jueces, abogados, procuradores y psicólogos destrozaron las vidas de aquellos niños que, en realidad, sólo estaban jugando a ser queridos
«Esto ha sucedido en todas partes y en todas las épocas, niños que han inventado cosas y adultos que han preferido creerlas», sigue Trincia, «eso es, para mí, lo más aterrador: cómo cosas que no han sucedido pueden llegar a instalarse en las mentes humanas, de niños pero también de adultos, y convertirse en reales. Es la dinámica de los falsos recuerdos». Es decir: la mente humana puede crear hechos que, sólo por existir ahí, ya son reales. Ojo con esto.
El espejismo, en la Baja Módena, se llevó por delante un buen montón de vidas. La del cura Don Giorgio, que murió de un infarto dos días después de ser acusado, al igual que otro de los procesados. La de una madre, Francesca, que saltó por la ventana tras ser acusada por su propia hija adolescente, Marta, que años después admitió que todo era falso. Las de Mónica y Adriana, otras dos madres, muertas de cáncer durante sus condenas.
Luego, como siempre, hubo absoluciones, golpes de pecho, grandilocuentes meaculpas entonados por jueces y periódicos. «Pero la mayor parte de aquellos niños nunca volvieron a ver a sus familias».
Sí lo hizo Dario, el niño cero. «Él sí ha sabido reconstruir el vínculo con sus padres», cuenta Trincia, «admitir que todo fue falso, volver sobre sus pasos». Un pequeño rayo de luz entre tanta y tan venenosa oscuridad.
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2023/05/03/645101f1fc6c8336368b45a0.html
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