Leyenda de foto: La Dra. Catalina González-Márques recibe una dosis de la vacuna contra el COVID-19 en el Brigham and Women’s Hospital de Boston.(Brian Snyder / Associated Press)
La llegada de las vacunas contra el COVID-19 está a punto de crear una nueva lista de ricos y pobres.
Durante los próximos meses, algunos estadounidenses saldrán de la pandemia con la protección conferida por una o dos inyecciones en el brazo. Otros, no tendrán más remedio que esperar.
Por mucho tiempo, la atención médica en EE.UU fue destinada en primer lugar a quienes podían pagarla. Pero la escasez de vacunas puede cambiar esa fórmula.
Los expertos en salud pública y los especialistas en ética médica han instado constantemente a los funcionarios estatales y locales a asignar los primeros lotes de vacunas a los trabajadores esenciales, las poblaciones encarceladas y las personas cuyo peso y comportamientos insalubres los han puesto en mayor riesgo de enfermarse gravemente con COVID-19. Los miembros de minorías raciales y étnicas también deberían tener derecho a un acceso prioritario, como un paso para compensar generaciones de disparidades de salud, afirman los especialistas en ética.
Pero es posible que muchos estadounidenses a los que se les pide que esperen su turno no estén contentos de ver quién está en la fila delante de ellos. “Posiblemente habrá controversia”, anticipó el Dr. Peter Szilagyi, un pediatra de UCLA que forma parte del panel que asesora a los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) sobre vacunas. El médico agregó que vio con angustia cómo las brechas sobre quién merece más compasión y protección entre los estadounidenses han quedado expuestas durante la pandemia. “La medida de un país es cómo trata a los más vulnerables, y una mesura de eso es qué tan bien asignamos la vacuna durante los próximos meses”, remarcó. “Esta es una oportunidad para que seamos los guardianes de los demás y no pensemos en nosotros mismos primero”.
Esto no está sujeto a polémica: a partir de esta semana y hasta bien entrado enero, unos 21 millones de trabajadores de la salud y tres millones de personas que viven en hogares de ancianos y otras instalaciones de atención residencial recibirán las primeras dosis de vacunas fabricadas por Pfizer y BioNTech o Moderna y los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés). El primer grupo ganó su lugar por ser una fuerza laboral crítica, con un nivel inevitable de exposición; el segundo, por haber tenido el 38% de las aproximadamente 314.000 muertes por COVID-19 del país.
De los 230 millones de adultos estadounidenses restantes, el 18% afirmó que definitivamente no se vacunará, según una encuesta realizada a fines de noviembre por el Pew Research Center. Eso deja a cerca de 190 millones de adultos compitiendo por dosis que podrían inmunizar completamente a solo 76 millones de individuos para fines de marzo. Todos ellos actualmente están esperando y preguntándose cuándo llegará su turno, y muchos podrían apostar razonablemente a ser los siguientes en la fila.
Los aproximadamente 66 millones de trabajadores que suministran alimentos, conducen autobuses y mantienen en circulación los bienes y servicios necesarios deben presentarse al trabajo, y correr el riesgo de infectarse, para que la economía siga funcionando. Se estima que 100 millones en Estados Unidos tienen afecciones médicas, como asma, enfermedades cardíacas, obesidad severa y antecedentes de tabaquismo, que los hacen más vulnerables a enfermedades graves o la muerte en caso de contagio. Y aproximadamente 50 millones de estadounidenses de 65 años o más enfrentan peores resultados si contraen COVID-19, debido a su edad.
Incluso los expertos reconocen que, después de los trabajadores de la salud y los residentes de hogares para adultos mayores, es difícil decir quién debería seguir en la lista. El poder de decidir recae en las autoridades estatales y locales, y en esos niveles, los objetivos variarán.
¿Debería asignarse la vacuna de manera que reduzca las muertes por COVID-19 o que minimice las nuevas infecciones? ¿Debería utilizarse para volver a encarrilar la economía o para corregir antiguas inequidades en salud? ¿Algunas personas han perdido la oportunidad de vacunarse primero porque sus propias malas decisiones las colocaron en un grupo de alto riesgo?
Un análisis de datos realizado para los CDC ofrece respuestas a por lo menos dos de esas preguntas.
En un escenario en el que la pandemia todavía está creciendo, como ocurre ahora, vacunar rápidamente a los “trabajadores esenciales”, que son más jóvenes y circulan ampliamente, podría reducir las infecciones entre un 1% y un 5% más que aplicar primero las limitadas dosis en adultos mayores, encontró el análisis.
El modelo también sugiere que las infecciones se reducirían aproximadamente en la misma cantidad (1% a 5%) si se prioriza la vacunación para aquellos con afecciones médicas que complican el curso del COVID-19.
Aunque ambas estrategias mitigarían el aumento de las infecciones, ninguna de las dos reduciría las muertes por COVID-19 tan eficazmente como una tercera opción: vacunar a todos los mayores de 65 años. Dar a los adultos mayores, incluidos quienes se encuentran en centros de atención a largo plazo, prioridad para vacunarse podría reducir el número de decesos hasta en un 4%, sugería el modelo de los CDC.
Y luego están los prisioneros. Muchos expertos en salud pública y ética médica argumentaron que las personas encarceladas deben ser vacunadas junto con los oficiales penitenciarios, quienes probablemente recibirán sus dosis pronto, como miembros de la “fuerza laboral de infraestructura crítica esencial”.
Al igual que los residentes de hogares de ancianos, los aproximadamente dos millones de personas en las prisiones estatales y federales y los centros de detención de inmigrantes no tienen control sobre la entrada del coronavirus entre ellos. En condiciones de confinamiento abarrotado, no pueden optar por mantener distancia social. Y, al igual que los trabajadores esenciales, se infectan de manera desproporcionada cuando el patógeno comienza a circular dentro de las paredes que los confinan.
A nivel nacional, más de 249.000 reclusos han dado positivo y al menos 1.500 perecieron por COVID-19 desde marzo pasado.
Una iniciativa de la Facultad de Derecho de UCLA para medir el impacto de la pandemia en EE.UU descubrió que, en un período de nueve semanas que terminó a principios de junio, los reclusos en prisiones estatales y federales tenían 5.5 veces más probabilidades que la población general de infectarse con el coronavirus. Después de tener en cuenta su edad y sexo, también encontraron que los prisioneros del país tenían tres veces más posibilidades de morir de COVID-19 que quienes están en libertad.
Aproximadamente 20 cárceles y centros de detención de inmigrantes se han convertido en zonas candentes de COVID-19, expuso Sharon Dolovich, profesora de derecho de UCLA que dirige el proyecto COVID-19 Behind Bars Data Project. Los brotes en las prisiones contribuyeron a llenar al máximo las camas de los hospitales rurales. Los agentes penitenciarios se mueven entre las cárceles y las comunidades, manteniendo la transmisión tanto dentro como fuera.
En septiembre, estas vulnerabilidades llevaron a un panel convocado por las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina a recomendar que se incluyera a los presos en la “Fase 2″ de la implementación de las vacunas, junto con los trabajadores esenciales, los maestros y aquellos con condiciones médicas que confieren un moderado riesgo de enfermedad grave en caso de contraer COVID-19.
Los estados que planean colocar a las poblaciones carcelarias en línea para recibir la vacuna en los próximos tres meses incluyen California, Carolina del Norte, Maryland, Delaware, Utah, Nuevo México, Nebraska, Montana y Massachusetts.
El departamento de salud de Colorado también elaboró planes para dar prioridad a los presos. Pero el gobernador, Jared Polis, desestimó el esfuerzo de vacunar a los adultos encarcelados antes que a los mayores que viven de forma independiente y a los adultos con problemas de salud graves. “De ninguna manera llegará a los prisioneros antes que a personas que no han cometido ningún delito”, enfatizó Polis. “Eso es obvio”.
Los políticos criados en décadas de retórica dura contra el crimen pueden sentir que vacunar a los prisioneros de forma temprana es difícil, afirmó Dolovich. Pero incluso si no los persuade la compasión por sus conciudadanos o su obligación de proteger a los prisioneros bajo su cuidado, existen sólidos argumentos de salud pública para garantizar que sean vacunados cuando los hombres y mujeres que los vigilan también lo sean. “Es una placa de Petri de infección”, expuso Dolovich. “Si queremos controlar la propagación, tenemos que reconocer que las prisiones y las cárceles son fuentes centrales” de infección, que hay que controlar.
El debate sobre los prisioneros refleja una discusión nacional más amplia provocada por la pandemia, añadió por su parte Harald Schmidt, investigador de la Universidad de Pensilvania que estudia la interacción entre la responsabilidad personal y la salud pública.
En todos los estados, los políticos acostumbrados a desembolsar recursos escasos para maximizar los beneficios ahora se enfrentan a una decisión en la que se espera que las cuestiones de equidad y justicia social reciban el mismo trato, con el objetivo de detener una pandemia y reiniciar la economía.
Eso exigirá la voluntad de reconocer que los estadounidenses con vulnerabilidades especiales al COVID-19, incluida la obesidad, el tabaquismo, el encarcelamiento o la pobreza, no tienen plena responsabilidad por sus factores de riesgo. Es la vulnerabilidad de un grupo lo que da derecho a sus miembros a la prioridad de la vacuna, no cómo la obtuvieron. “La pena que aplicamos a las personas en prisión es la prisión misma, no es retirarles la atención médica o la protección”, consideró Schmidt. “El propósito de un sistema de asignación no es imponer sanciones adicionales. Es para detener la pandemia”.
Fuente Los Ángeles Times
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