El lenguaje es una forma de validar y consolidar la razón humana. Por eso resulta mejor darle rienda al pensamiento convertido en palabra, que vivir la pena de restarle fuerza a la palabra. Es así como la riqueza del vocabulario revela la fuerza que hace al hombre capaz de volar por encima de las circunstancias.
Pero de las circunstancias que afilan las ideas. Pero no de aquellas que, por obtusas, quedan revistiendo sueños imposibles de alcanzar. Sólo caben acá ideas que actúan como descriptoras, de sentimientos, de valores y de las verdades que guían la vida en su acepción más edificante y positiva. Así, el lenguaje también puede definir estas ideas.
La palabra en la política
Igual sucede con la palabra expuesta y brindada desde la política. Es así. Pero siempre y cuando el lenguaje en la política no contraríen los hechos. Aunque ceñirse a tanta exigencia, pareciera contravenir la tendencia que sigue el ejercicio de la política. Precisamente, he ahí el momento conveniente para acudir a palabras que aún cuando pueden no sembrar terror alguno, su significado es más elocuente que cualquier esquema retórico que apunta a declarar compromisos sólo con el propósito de hacer proselitismo “del barato”.
Sin embargo, repetidas veces, la política (vulgar) se abruma de sonidos que no se compadecen con el ruido de la calle. Particularmente, cuando la calle actúa como mecanismo resonador de lo que la gente comenta en medio de sus dolores, angustias y temores. O mejor aún, cuando la calle sirve de estamento potenciador de los problemas que aquejan a un pueblo. No olvidemos la importancia del lenguaje en estos contextos.
La política, historia y lingüística
La política no siempre funge como el arte que traduce las esperanzas que surcan tramos de la historia de una nación. Muchas veces, el ejercicio de la política acusa un comportamiento sórdido. Una conducta que poco se apiada de las necesidades del adversario. Particularmente, cuando el poder político descansa bajo un estilo de gobierno que sigue pautas elaboradas a instancia de realidades distintas de las que incumben a sus dictados electorales. Aquí, el lenguaje arrastra un peso propio.
En el fragor de tan enrarecidas situaciones, el lenguaje de la política tiende a convertirse en un lenguaje procaz. La palabra, se emplea sin siquiera acicalarla. Pero no con expresiones que denoten actitudes insanas, ni tampoco desquites. En principio deben ser compromisos que exalten libertades como criterio de praxis democrática.
Al cierre
Muchos discursos que abarrotan escenarios políticos, son piezas elaboradas al influjo de la peor elaboración idiomática. Son cargas de vulgaridades, expresiones altisonantes de desprecio, insulto y de intimidación. Y cuando aducen alguna palabra que pueda lucir adecuada, pareciera señal de falsedad e hipocresía.
Por eso, toda palabra debe estructurarse sobre sentimientos soportados sobre la razón. Más aún, en el terreno de la política. Pero no adosada a pensamientos enfermos. Suele decirse que muchos figurones de la política son transitorios. Escasamente, son representantes de una sociedad a la sombra, de la oscuridad. En otras palabras, el lenguaje es fundamental en estos casos.
Son “chafarotes” o personas presuntuosas, sin comprensión de lo que resume el concepto de “pluralismo humanista” (Léase a Hannah Arendt). Dicho de otro modo. Son meros “chafarotes” de la política. Así escrito, para acentuar que no por acudir a palabras extrañas, deja de resaltarse el cuidado que atiende el lenguaje en la política.
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