Todo lo que existe genera su negación: la fealdad de la belleza, la estupidez de la inteligencia, el demonio de Dios, la muerte de la vida. Sobre esa realidad construyó Hegel su dialéctica aplicada a la historia, así como Sócrates la había aplicado a la lógica polémica. De un modo parecido, Pablo de Tarso, mucho antes que Hegel, seguidor de Jesús pero también de los griegos, había descubierto la potencia afirmativa de la negación en el campo religioso.
El enemigo paulino es todo lo que niega a la fe en Cristo pero, en tanto la niega, la sostiene como afirmación. Para Pablo una afirmación sin negación carecía de sustento de la misma manera que un “sí” sin un “no” no es un verdadero sí. El amor a Cristo, en el caso de Pablo, estaba sostenido por quienes lo niegan, los anti-cristos.
No hay negación que no busque su afirmación negando otra afirmación. El problema aparece cuando la negación se constituye como negación de una afirmación inexistente. En términos clínicos, esas negaciones vacías pertenecen al espacio de las alucinaciones, de las apariciones, de los fantasmas. Enemigos irreales o de poca monta que, paranoicamente sobredimensionados, sostienen una negación nutrida de figuras históricamente superadas. En algunos casos son alteraciones mentales colectivas que transportan hacia el presente conflictos no superados en el pasado.
No pocos capítulos de la historia universal han sido construidos sobre la base de afirmaciones o negaciones vacías (o sea, sin antítesis constitutiva). Los antimperialistas, por ejemplo, continúan construyendo su discurso en contra de imperios que tuvieron su apogeo en la primera mitad del siglo veinte. O los anti-fascistas en los ex países comunistas quienes asesinaron en nombre del antifascismo a miles de demócratas disidentes. En nombre de un antimperialismo sin imperio y de un antifascismo sin fascistas todo estaba permitido para las dictaduras comunistas. El antifascismo sin fascismo fue – más aún que el marxismo y el leninismo – el soporte ideológico de la URSS y de sus colonias. Hoy ha emergido su contrapartida. Así como hay antimperialistas sin imperio, antifascistas sin fascistas, han aparecido los anticomunistas sin comunismo.
“Un fantasma avanza sobre Eruropa, el fantasma del comunismo”, escribió Marx en su Manifiesto. Ahora el “fantasma del fantasma” ya no avanza tanto sobre Europa sino sobre los inhóspitos territorios ideológicos de América Latina. No pocos habitantes de nuestras Indias Occidentales siguen opiando en el pasado de la Guerra Fría, designando con el estigma de comunismo a todo lo que contradice las alucinaciones de una emergente ultraderecha extremista, surgida durante y después del declive de gobiernos populistas como los de Lula, Cristina, Evo, Correa, y otros.
¿Quiénes son para esas derechas los comunistas? Muy simple: los que rinden honores a la democracia representativa, los que caminan por vías constitucionales, los que no admiran a Bolsonaro ni a Trump. Para esa derecha enardecida, comunistas son también los laboristas ingleses, los socialdemócratas alemanes y escandinavos, los demócratas norteamericanos, amén de todas las feministas, todos los ecologistas, todos los que protestan contra el racismo. Han logrado incluso enmierdar el otrora noble concepto de “progresismo” (partidarios del progreso) convirtiendo al oscurantismo, a la brutalidad física y a la violencia verbal, en virtudes políticas.
Los anticomunistas de ayer, en cambio, lucharon contra enemigos reales. La URSS y sus satélites más China, eran una abierta amenaza al mundo democrático. No obstante – debe decirse alguna vez – no fueron los anticomunistas los que liberaron al mundo del comunismo. En los países comunistas europeos, quienes estuvieron en la primera línea de combate en contra de las diferentes Nomenklaturas fueron seres que habían hecho su experiencia en el propio orden comunista. Los asesores más directos de Valesa eran intelectuales que bien podrían ser hoy calificados como socialdemócratas (Mischnik y Kuron, entre otros). Sindicatos y militantes comunistas disconformes desafiaron a la todopoderosa URSS durante la revolución húngara de 1956 y ellos fueron apoyados por el propio gobierno comunista de Imre Nagy. Alexander Dubcek en Checoeslovaquia, un comunista democrático (sí, democrático) fue el líder de la Primavera de Praga de 1968. En Hungría, el mismo Janos Kadar que había aplastado la revolución de 1956, fue el primero en orientar a la economía de su país hacia el libre mercado, varios años antes de la caída del muro de Berlin.
Algo parecido ocurrió en Europa Occidental. Gracias al “eurocomunismo” encabezado por el comunista italiano (y gramsciano) Enrico Berlinguer, seguido de cerca por el francés George Marchais y el español Santiago Carrillo, fue lograda la emancipación del comunismo occidental con respecto a la URSS. El fin del comunismo soviético nunca habría sido posible sin la (social) democratización de los principales partidos comunistas europeos occidentales.
De la misma manera, imposible habría sido la rebelión en contra del comunismo sin esos intelectuales que, aún usando categorías marxistas, derribaron los cimientos teóricos del marxismo soviético y chino. Ya sea intentando liberar al socialismo de sus deformaciones asiáticas (Rudi Dutschke) o buscando la apertura del comunismo “existente real” hacia espacios democráticos (Rudolph Bahro) o simplemente describiendo la realidad monstruosa del estalinismo como hicieron los españoles Fernando Claudin en la historiografía, y Jorge Semprún en la literatura, todos contribuyeron a desactivar un sistema de dominación que parecía ser invencible. A esa tradición pertenecen también algunos latinoamericanos: Octavio Paz, Teodoro Petkoff, entre otros. En breve, y aunque duela a los anti-comunistas, los actores principales que pusieron fin al comunismo fueron comunistas o simplemente, gente de izquierda. Incluso, la caída del muro de Berlín fue el resultado de una larga concertación que se dio entre la disidencia democrática del Este y socialistas democráticos del Oeste. La principal figura en la lucha occidental en contra del muro fue el, en ese entonces alcalde de Berlín Occidental, Willy Brandt.
Gorbachov y después Jelzin, quienes asestarían el golpe de gracia a la URSS, no solo fueron comunistas. Fueron, además, el corolario histórico de un largo proceso de disidencias, debates y discusiones que atraviesan la historia del comunismo ruso. El fin del comunismo, ha llegado la hora de decirlo, no fue obra de anticomunistas sino de comunistas y socialistas quienes, liberando su pensamiento y rompiendo con sus propias biografías, se dieron a la tarea de liberar a sus naciones de los estados que las aprisionaban. Ninguno trabajó para los países occidentales y a ninguno se le ocurrió mendigar a los gobiernos de EE UU que invadiera a sus naciones para obtener la libertad.
Frente a esa historia, los anticomunistas sin comunistas de hoy aparecen como lo que son: personajes grotescos, fachos de baja estofa, gente sin principios ni tradiciones. Son los portadores de un anticomunismo de caricatura. El de ellos, a diferencias del anticomunismo democrático de un Churchill, de un De Gaulle, o de un Roosevelt, es un anticomunismo orientado a desprestigiar a las más grandes conquistas democráticas de nuestro tiempo: la democracia representativa, la igualdad racial y de géneros, el respeto a la naturaleza, el estado-social.
No hay nada que justifique hoy un anticomunismo sin comunismo. Casi la totalidad del mundo es capitalista. China es la segunda potencia capitalista mundial y la antigua URSS ha sido transformada en un imperio territorial cuya ideología es una mezcla de eslavismo y cristianismo ortodoxo, como la ha caracterizado el consejero teórico de Putin, Alexander Dugin.
En un nivel económico las contradicciones de nuestro tiempo se dan entre tres formaciones capitalistas: el capitalismo ultra- liberal (EE UU), el capitalismo de Estado (China y su periferia asiática) y el capitalismo social (gran parte de Europa Occidental). Hay, por cierto, países periféricos que se autodenominan socialistas o comunistas (Corea del Norte, Cuba) pero no son más que órganos atrofiados de una era industrial dentro de una era digital que continúa avanzando nadie sabe hacia donde. Los hay otros que han tomado del antiguo comunismo o socialismo solo el nombre (algunos países africanos y en América Latina las mafias corruptas que controlan Nicaragua o Venezuela). Para los habitantes de esas naciones, una tragedia. Pero visto desde una perspectiva macro-histórica, son islotes sin relevancia. Ni política ni geopolítica
Solo algo no ha cambiado: la contradicción política (no económica) de nuestro tiempo sigue siendo la misma que comenzó en los orígenes de la historia humana. Esa contradicción es la que existe entre los defensores de la libertad y los partidarios de la opresión, sean estos últimos putinistas o castristas, autocráticos o teocráticos, comunistas o anticomunistas. Contra todos ellos es la cosa.
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