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#OPINION Por Antonio José Monagas: El odio tiene ascendencia política

La praxis política en Venezuela, al igual como en una contrariada diversidad de países, ha sido consumida por una injusticia incitada perversamente por el odio.

De manera que, si la nación venezolana se diera a la tarea de regular sus procesos políticos sujetos al ordenamiento jurídico que establece la Constitución, la injusticia no sería el problema.

Tampoco el irrespeto que se tiene hacia los preceptos que trazan el rumbo de la democracia, de la igualdad, la solidaridad y la soberanía.

Y tal como refiere la Constitución Nacional, se acataría la “(…) preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político” (Del artículo 2 constitucional).

Pero contrariamente a la letra constitucional venezolana, es el contexto donde se activa el odio, el resentimiento y la chapucería que colma el devenir político venezolano.

Sobre todo, el odio toda vez que suele advertirse en la actitud de gobernantes, fanáticos irreverentes e ignorantes funcionales que en buena proporción componen el grueso del funcionariado y de la comunidad de adláteres y aduladores que pululan alrededor de posiciones claves del poder político.

Desde 2017, Venezuela cuenta con una ley contra el odio (Ley por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia) cuyo articulado busca promover una “cultura de paz” que permita al ciudadano vivir acogido a valores que exaltan la tolerancia, el respeto recíproco, la pluralidad política y la igualdad social en la población. Aun así, hay quienes no entienden el ejercicio de estos valores.

No sólo individuos de un cierto nivel cultural. Peor aún, gobernantes, activistas políticos y operadores de partidos políticos.

Sin embargo, estos problemas persisten.

Muchos se amparan en la impunidad. O en el respaldo que les consiente el poder político que gozan al ocupar cargos de dirección, coordinación o delegación de funciones político-gubernamentales.

Consideraciones desde lo político

En lo político, el odio no ha dejado de servir como medio para alentar la polarización. Situación ésta en la que la opinión política se divide en dos extremos opuestos y radicales logrando que cada individuo se justifique ante la sociedad.

Además, el odio se presta para atentar contra quien difiera de alguna postura reivindicada por cualquier coyuntura favorecida por manifestaciones revestidas de poder político.

Ni siquiera porque la aludida ley (contra el odio) sostiene que “(…) quien fomente, promueva o incite al odio, la discriminación o la violencia públicamente, será sancionado con prisión entre 10 y 20 años” (Del artículo 20 de dicha ley)

Así que tal como dicha ley lo manifiesta al declarar a Venezuela como un “(…) territorio de paz, contrario a la guerra y a la violencia en todas sus formas (…)”, su exposición de motivos resulta en un exordio de intenciones. Pero ocupadas por la demagogia.

Los preceptos de la Ley contra el Odio, son discriminatorios en lo político. La ecuanimidad está ausente en ellos. La formulación de su articulado, careció de principios que el Derecho Positivo recalca. Se aplican sólo a quienes alzan su voz de protesta contra la corrupción que encubre la gestión política permitida por el mismo Ejecutivo Nacional y su componenda de poderes públicos. De hecho, desconoce derechos fundamentales que aclama la Carta Magna.

Criterios sin fundamento ni razón

Entonces ¿Dónde queda la palabra comprometida jurídicamente cuando la ley habla de “orientar las normas de convivencia y disciplina dispuestas a promover y garantizar el reconocimiento de la paz nacional”? (Del artículo 2, de la Ley contra el Odio)

¿Para qué tanta circunspección en el discurso gubernamental cuando, para encubrir al odio como criterio de poder, realza la convivencia democrática? Cuando lo que alude es la necesidad de hacer que sus ciudadanos interactúen cívica, pacífica y armoniosamente a los fines de hacer que en el país se respire la convivencia necesaria que favorezca la pluralidad política sobre la cual reposa la política.

La situación que nacionalmente ha de venir con motivo de los procesos eleccionarios en ciernes, ha desatado un alboroto de demonios. De demonios que se creían confinados en las mazmorras que una cacareada “justicia”, presuntamente creadas para tan necesaria aplicación. Pero nada ha sido así. Esos demonios han estado sueltos desde hace años a causa del libertinaje causado por el desarreglo político vigente en todos los ámbitos de la institucionalidad pública.

Otra cara de la represión

Recién, a manera de presentación de la diputada e ingeniero María Corina Machado, en acto realizado en Barquisimeto, las palabras de José Ángel Ocanto, dejaron al descubierto la incitación al odio ejercida como criterio político por funcionarios y adeptos al régimen. Asimismo, por activistas del oficialismo amparados por el poder que las coyunturas políticas prodigan.

Lo que acontece a esta venezolana, por el supuesto “pecado” de estar recibiendo el amplio respaldo popular de cara a las elecciones establecidas por la Constitución de la República para el presente 2024, tiene en ascuas al autoritarismo toda vez que el miedo a verse defenestrado, lo desequilibra. El odio ejercido contradice lo que la ley plantea cuando exalta “la convivencia y la tolerancia como cultura de paz”.

Lo que padece esta combativa mujer, representa una obscena apología del odio. Ello contraría lo que destaca el discurso político cuando habla de castigar a quienes manifiesten alguna provocación a odiar. Es simple y desvergonzadamente, otra cara de la represión la que asoma el régimen opresor en su contradictorio alarde de preocupación por “evitar el odio” de cualquier naturaleza que estimule discriminación, la intolerancia y el repudio al otro.

Al cierre

Todo esto, pareciera significar el punto de no-retorno en el cierre del espacio cívico y democrático que tanto se ha vociferado. Es parte de la brecha que ha venido sosteniéndose entre el discurso político y una detestable praxis política que afecta peligrosamente el goce y ejercicio irrenunciable e indivisible de los derechos humanos.

A decir de la Constitución Nacional, las libertades consagran derechos civiles, políticos y sociales. Pero en la praxis se omiten por la intolerancia que, la arbitrariedad manifiesta del régimen, cultiva hacia la disidencia y el pluralismo político. Podría decirse que en el fragor del barullo político que se vive en Venezuela, no es una anomalía política ver como perros del odio y zamuros de la mentira buscan denigrar y deshonrar las libertades y derechos humanos. Pareciera indiscutible que el odio tiene ascendencia política.

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