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Opinión: Historias de una Refugiada, Por Coromoto Díaz



Vivo en una provincia pequeña y rural cercana a la capital quiteña del Ecuador. Aquí no se vive con el diario smog de los autobuses, el trajinoso devenir en las estaciones del metro. Desde acá no he vuelto a mirar los desechos orgánicos de los indigentes a la salida del metro, el bullicio de los que corren pues son presas del tiempo, la polución visual –auditiva, olfativa– que caracteriza las urbes capitalinas de Latinoamérica. Vivo en una zona que invoca a la naturaleza todos los días. Hay tapabocas, Sí, pero ya no se escucha música desafinada y la hedentina del barrio a donde por circunstancias de una huida forzosa fui obligada a llevar a mi familia porque no tenía trabajo, y menos dinero para un lugar más digno… Cierro los ojos y vienen a mi esos tormentosos recuerdos, una pequeña ventana cubierta por unas sábanas puestas ahí para aislar el cuarto del ruido e intentar escribir como catarsis sanador de tanto sufrimiento y pérdida.
La emocionalidad colectiva nos golpea, la Aporofobia no conoce títulos universitarios ni méritos profesionales, TODOS estamos metidos en una misma red, y una crisis económica global se avecina como un huracán que nos va a vapulear a todos. Tiemblan las economías familiares. Tiembla la mía. El “vivir al día” no es solo andar a riesgo de contagio, sino de que nos echen otra vez y quedemos sin techo nuevamente… La cuarentena es un privilegio insostenible. En pandemia cuesta más ser inmigrante, ser Refugiado…

El mundo está en crisis, ninguno estaba preparado, es más fácil lidiar con conflictos armados que con una pandemia. La respuesta ha sido el aislamiento social. Y las ayudas se han reducido casi al punto de la inocuidad. Y las asesorías ahora son virtuales, nadie está ahí para un abrazo y menos para hacerte compañía y escuchar tus comentarios… Y en su lugar, para hacer “llevadera” la cuarentena, solo te muestran foros de autoayuda para aquellos que cuentan con hogares estables y acceso al Ciber universo… En esta pandemia se huye del padecimiento físico, pero también de las turbulencias en la psicología, que se generan del contacto con la realidad. Con muy pocas excepciones, el sustento del migrante se concentra en el autoempleo, la economía informal y el “ingenio” ordinario. Trabajos sin seguridad social y vidas sin redes de apoyo. Puro esfuerzo en bruto y un echarle-bolas que es el mantra aprendido de los años en Venezuela. En eso está bueno ser lo que somos. “Venimos de una economía de guerra”, nos decimos… “Podemos con esto”… repetimos para consolarnos cuando, del otro lado, nos dicen que no hay pago o en el peor de los casos no hay trabajo, mientras esto dure. Y trato de pensar cómo ser útil, cómo reproducir mi trabajo en esta contingencia, pero el fantasma del capital me espanta y el tiempo alcanza no más que para escribir esto…

Imagino un mundo posviral con libertad para el libre ejercicio de la profesión, que por años he intentado mantener, procurando dar y recibir información, O mejor, para vencer, por fin, la auto explotación voluntaria, porque el único objetivo es sobrevivir. Hay que, “reinventarse”, hacer de Todo, menos robar o prostituirse, para no dejar de producir, y tener para medio comer y pagar el techo que te acobije a ti y a los que están a tu cargo. Todo es válido siempre y cuando logres sentir, esa ansiedad de sentirse útil y rentable. Soy inmigrante. Soy extranjero, soy Refugiada en un país también derruido por la implacable pandemia.

Digerir la realidad trastornada, distópica, confusa. Todo se mueve, todo se elimina, todo vuelve a levantarse con formas nuevas. Ese fue el contrato del exilio: nadie salió con certezas. No había letras pequeñas. La incertidumbre estaba en todas las cláusulas. 2020 era un año de establecimiento. O eso parecía. Después de casi tres años de la huida, se podía aspirar a otras cosas: trámites de regularidad, presentación y homologación de títulos, primeros frutos de empleos (camas, televisores, cocina, neveras) porque atrás deje posesiones similares, alguna estabilidad –o ascenso– laboral. La pandemia es una señal de retroceso en esos planes. Luego de saber que la editorial con la cual por años trabaje, fue aniquilada por una Dictadura que lejos de sentir debilidad, de a poco se apoderó de cada rincón del país que una vez fue mi hogar.

Mi optimismo se pone del lado más elemental de la historia: el recorte del presupuesto doméstico y el cuidado de mi hija y de mis nietos, el único cable que mantiene encendido mi motor de lucha. Todo en contingencia se reduce a lo básico. Aceptar eso supone una resistencia quizá más perdurable. La única estrategia es el aguante.

Repensar la condición migrante, de Refugiado, te taladra incesante la mente. Pronunciar una vez más las palabras que arden: inestabilidad, transitoriedad, caducidad. Saber que estamos de paso, que somos extranjeros, que podemos perder el suelo otra vez. Es el estar migrante, es la realidad cruda del Refugiado, que cambia y se reinicia lo que no deja de manifestarse acá. Tal vez, con todo este torbellino demográfico, sanitario, fronterizo, digital, es momento de preguntarnos cuál es nuestro lugar como inmigrantes en esa sociedad donde vivimos, qué ocupamos simbólicamente, qué aportamos –o no– a las dinámicas del país de acogida. ¿En verdad estamos asimilados? ¿Nos hemos sabido integrar? ¿O más bien entramos y salimos de nuestro aislamiento social como si fuera un hotel? ¿Qué es ser migrante en esta pandemia? ¿Cómo se sobrevive?…

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